Tuesday, March 06, 2007

Ultra-Slow Food: la nueva tendencia!

Saludamos con fervor el auge de la Slow Food, esta tendencia gastronómica que prioriza la calidad, el cuidado, el primor puesto por los artistas de la cocina por sobre la velocidad, esa verdadera malade de este presuroso siglo veintiuno.

Jorge Cahen Salaberry viene de saborear las mieles del éxito en locales exitosos como La Hornalla, Georges e Illuminati, y sorprende esta vez con Despacio que estoy apurado, un verdadero centro del placer gustativo que pretende imponer en nuestro país la Ultra Slow Food, una rama de la Slow Food que hace furor en Nueva York y París, que es lenta como su antecesora, pero más.

Legendarias son sus Costeletas Corte de Luz, cocinadas con la llama de una vela; o el Hugged Pork, carne de cochinillo de primera, cocinada con el calor corporal de cariñosos chefs que se turnar para abrazarlo contra su pecho; Y el Gelatto Entrópico, una suave mousse de kiwi que los cocineros esperan que torne en helado con el sencillo procedimiento de dejar que el Universo todo se enfríe.

Y decimos “legendarios”, porque pocas personas han esperado lo suficiente como para degustarlos, verdadera picardía producto de la impaciencia y la ansiedad que caracteriza a cierta clientela gastronómica poco entrenada; aunque entendible, ya que no debemos olvidar que el arte gastronómico coquetea peligrosamente con sentimiento tan básico de su público como puede ser el hambre.

Por eso, para no abusar de nuestra fortaleza de carácter, decidimos pedir algún plato que no requiriera gran elaboración y optamos por un par de huevos fritos.

Convengamos en que hasta que el mozo se acercó a la mesa, en cámara lenta, imitando al Hombre Nuclear, pasaron unos cuarenta minutos en los que nos debatimos entre el humor y el desconcierto. Luego, para informarle lo que pretendíamos, pasaron otros cuarenta, ya que el mozo – siguiendo el estricto entrenamiento al que los somete el Maitre Fernando Torres León, otro cultor de la Ultra Slow Food formado en Boston – fingía no entender lo que significaba la palabra “huevo”. El juego, hasta aquí, prometía desafiar nuestros sentidos y abrirnos a un mundo de sensaciones nuevas.

Tras tres horas el mozo nos acercó el vino – siempre imitando la memorable actuación del malogrado Lee Majors – un Cabernet Bonarda de Finca del Valle del año 55, contundente, sin aristas, con intenso aroma a frutos rojos, arándanos, papándanos y mamándanos, ideal para acompañar patos salvajes y carnes de pesca, que estaba completamente podrido; El mozo nos explicó que se espera lo máximo posible para abrir el vino, en consistencia con la filosofía del local, y que se prioriza el estado de putrefacción antes que el apuro, que no permite la degustación y el disfrute (Claro que lo explicó con muchas más palabras, tartamudeando, y tardó mucho más, y lo explicó varias veces). Al percibir cierta exasperación de nuestra parte se alejó con un “El que espera desespera”.

A las cinco horas de espera nos atrevimos a preguntarle, no sin cierta acritud involuntaria, cómo podían tardar tanto unos huevos fritos; Rubén – así se llamaba el trabajador – pasó, luego de decirnos “Epa, epa, guarda con el bobo” mientras se golpeaba con el puño el corazón, a explicarnos que para no apurar el proceso, destruyendo brutalmente los sabores y texturas, Cahen Salaberry opta por freir el huevo no sólo sin fuego y sin aceite, sin el uso del calor del sol, ni el calor corporal ni de una estufa, ni tan siquiera el calor ficticio que da contemplar la foto de un hogar encendido, sino colocándolo en la heladera – sin romperlo – a la espera de ese verdadero milagro (palabra nunca mejor escogida) que es la cocción.

Asombrados, pero respetando la trayectoria de Cahen Salaberry, nos armamos de paciencia. Nos entretuvimos con el espectáculo del resto de los comensales que se iban retirando sin llegar a ver de lejos plato alguno, la mayoría expresándose en términos algo fuertes, especialmente luego de abonar la cuenta. Este show, desgraciadamente, dejó de tener protagonistas hacia las once de la mañana del día siguiente, en el que se retiraba el último cliente, luego de despertarse bruscamente sin saber muy bien dónde se encontraba.

Pero todo tiene su premio, y a los tres días de permanencia, el mozo se acercaba trayéndome una panera repleta de mohosos miñones, que consumimos con más hambre que deleite. Nos retiramos – después de todo en la clínica donde nos hospedamos y de la que nos ausentamos sin avisar estarían algo afligidos - un poco decepcionados por no llegar a probar el dichoso plato, aunque llevándonos como reflexión las palabras de reproche con que nos despedía Rubén: “Bueno, bueno, parece que al señor Fittipaldi le cierra el banco”.

Gastronomía: 10 (Creo)
Atención: 9
Decoración: Aún están terminando de construir algunas paredes.
Promedio por persona: $270.
No se aceptan tarjetas de crédito.

Escribe el Lic. Isaías Baralt, crítico enológico desocupado.
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