Tuesday, March 06, 2007

Tora, ceviche y arroz

Mi primer diálogo personal con un coreano fue gracias al ciclo televisivo El otro lado. Yo trabajaba como investigador periodístico y Polo (Fabián Polosecki) propuso un programa sobre los orientales en Argentina.

Hablé con un muchacho de unos treinta y cinco años, de la Asociación Coreana, y de inmediato nos ofreció un tour diurno y nocturno por la avenida Cobo, donde hay un verdadero Coreatown: predominan los carteles con los signos hangui (las letras coreanas), los nabos en las verdulerías y los clubes nocturnos con karaoke.

Polo compartió una noche coreana con mi contacto, y terminaron cantando a dúo cerca de las dos de la mañana. Recuerdo que Polo me dijo entonces: “Vamos a pegarnos a ellos, porque los están tratando muy mal”.

Aquel muchacho, llamémoslo Yun, llegó a la Argentina en barco, desde Corea del Sur, con no más de seis años, en la década del 70, hablando un idioma con letras distintas de las del español. Había comenzado a trabajar y a adaptarse al país antes de terminar de conocer el idioma, sin otra colaboración más que su propio esfuerzo.

En su primera juventud logró ponerse un almacén. Se las arreglaba, pero todavía no manejaba el castellano. Creía que la palabra “boludo” era un mote cariñoso, como “gordito”. Cuando las vecinas venían a comprarle con el hijo en brazos, Yun pellizcaba suavemente el cachete del niño y decía con dulzura: “Qué lindo boludito”. Perdió varios clientes hasta comprender el sentido de una de las expresiones más clásicas de los argentinos.

Los primeros inmigrantes coreanos registrados en el siglo XX llegaron a partir de 1940, pero apenas por decenas; eran individuos sin familia, casi exclusivamente varones. Unos diez llegaron escapando de la guerra entre Corea del Sur y Corea del Norte, en 1950.
En 1965 llegaron a la Argentina las primeras familias coreanas. Eran veinte y constituían un total de unas cien personas. Se instalaron directamente en el campo, en Lamarque, provincia de Río Negro, dentro de un programa de inmigración agraria. La mayoría de ellos recaló finalmente en Capital Federal, aunque no sería sino hasta los ‘80 cuando se establecieron de a miles en el Once.

Los coreanos que desembarcaban en la Capital Federal en los primeros años de la década del 80 llegaban de Corea del Sur, con dólares frescos y capacidad económica como para realquilar o comprar los locales de los vecinos en crisis. Se expandieron rápidamente en el ramo textil. Entre los ‘80 y la actualidad han funcionado miles de talleres textiles de dueños coreanos, la mayoría de ellos con local de venta en el Once.

Para muchos coreanos, la Argentina era una escala intermedia con Estados Unidos como destino final, y las recurrentes crisis económicas alentaron esta dirección. Pero otros tantos se quedaron para siempre entre Tucumán, Junín, Sarmiento y Pueyrredón. Hoy los coreanos en la Argentina son alrededor de 20.000, y el 98 por ciento vive en Capital Federal.

Cuando la crisis del 2001, la caída de la convertibilidad, la caída de De la Rúa y el desesperante caos social, me acordé de Polo. En realidad, siempre me acuerdo de él. Pero en esa ocasión me acordé específicamente de aquel comentario cuando entrevistamos a Yun: “Vamos a pegarnos a ellos, porque los están tratando muy mal”.

En aquel diciembre terrible del 2001, en la pantalla del televisor se veía a un coreano llorando en la puerta de su minimercado destruido. Lo habían saqueado y destrozado, y su condición de coreano no era ajena a la barbarie de la que lo habían hecho víctima. Podían escucharse comentarios tales como que, “aun siendo coreano”, no se justificaba romper todas las reglas, actitud que en “última instancia” terminaría perjudicándonos a los “argentinos” en general.

A mí me gusta ver caras distintas, letras distintas, sentir olores de comidas distintas en mi barrio. Por eso subo al comedor coreano de la calle Sarmiento, a una cuadra de Pueyrredón, antes de que el Once se abra a esa avenida voraz. Hasta allí me ha llevado mi amigo el Gallego. “Gallego” no es un falso gentilicio; es gallego de Galicia, del pueblito de Lois, Pontevedra. Si el Once tuviera un anfitrión único, sería el Gallego. Regentea su papelera y vive en el barrio desde comienzos de los ‘70, pero parece que el Once lo hubiera inventado él.

Es el más judío de los gentiles, y posiblemente más judío que muchos judíos también. Se lleva mejor con los ortodoxos que muchos de sus vecinos semitas, y conoce mejor las tradiciones. A veces se me da por decirle que tal vez sus antepasados... pero me corta en seco: ¿por qué habría de necesitar ancestros de tal o cual procedencia para ser como es? El es español. Ni siquiera se ha nacionalizado argentino, y ya lleva más de sesenta años viviendo en este país.

Judíos y coreanos lo eligen para los negocios, para la charla y para recibir consejos. Los peruanos le cuentan sus historias de vida como si fuera el encargado de compilarlas en la enciclopedia del barrio. Los coreanos, desde mediados de los ‘70, y en su llegada masiva en los ‘80, lo eligieron como operador para cambiarle los dólares por pesos. Por qué los coreanos eligieron al Gallego es un misterio que, como decía Maugham, comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. Yo también lo elijo cuando quiero saber algo del Once. Esta vez, le pedí que me lleve al comedor que parece escondido.

Para llegar al comedor Nulboom (Siempre Primavera) hay que subir dos pisos por escalera y el escenario cambia radicalmente. Abajo, mientras caminaba por Castelli hacia Sarmiento, eran coreanos en el Once: un negocio al lado de otro, telas rojas, el azul de los jeans de fabricación propia, camperas, camisas, calzoncillos, bijouterie; más negocios que metros cuadrados, más mercadería que aire, todos atendidos por coreanos, con nombres vulgares o con un significado oculto al transeúnte desprevenido (P.A.T., Tabon, The Beste, To de Castelli, Excell, Mind-Leé, Coretex, Twings, Hitline, Light, Mepsina...), pero en un mundo occidental, de ojos redondos. Subir los dos pisos hasta el restaurante oculto, en cambio, es acceder a otro mundo: el Gallego y yo somos los únicos ojos redondos y todo está escrito en hangui.

El salón es austero, despojado. Parece un comedor universitario.

El Gallego me ha presentado a su amigo Hyung Yung Pak, comerciante y escritor. Pide lo que ellos llaman, en español, “asado coreano”. Nadie me pregunta qué quiero beber, pero nos sirven un vaso de agua fría a cada uno. Mejor así.

Dejan sobre nuestra mesa una docena de platitos. El asado coreano consiste en carne de vaca semidulce (bulkoki), carne de cerdo semidulce también (yeuk bokun), pescado frito (sengsun gui), una suerte de vegetal similar a la acelga, el akusai, muy bien condimentado (kim-chi) e, infaltables, nabos cortados en cubos con un condimento rojo de alta graduación.

Hyung Yung Pak, por más que yo no quiera, me invita a conocer a sus paisanos. “¿Para qué?”, le digo. “Son parte de tu barrio”, me responde, luego de pagar la cuenta. “Pero yo no necesito hablar con ellos.” “¿No estás escribiendo la historia del barrio?” (su castellano es peor que mi inglés). “Una historia del barrio”, recalco. “Esto es el presente”, insiste. Me ha invitado a comer; no puedo decirle que no. Además, parece que no hay postre. Salimos. Nos vamos a ver a H. S. Lee.
H. S. Lee es un operador inmobiliario en el Once, con local en las primeras cuadras de la calle Azcuénaga.

Me interesa saber por qué los coreanos eligieron el Once.

Para Lee, un factor importante es la relación entre la actividad comercial y el idioma. Como llegaron a la Argentina sin conocer una palabra de español, necesitaban un trabajo que no los obligara a hablar demasiado: “El comercio no requiere de grandes argumentos, sobre todo cuando la mayoría de las ventas son al por mayor”, reflexiona. “Además, el comercio funciona como una escuela de idioma. Tener un negocio a la calle con una actividad permanente genera diálogos con muchísimas personas y eso ejercita el lenguaje. Ganás plata y, de paso, aprendés a hablar. Cuando llegamos a la Argentina, el Once ya era un centro comercial importante de Buenos Aires, creado por la colectividad judía”, dice Lee, para agregar que la historia de los inmigrantes judíos y la prosperidad comercial que alcanzaron fue un ejemplo y una motivación para ellos. “Los primeros coreanos que llegaron aquí quisieron y trataron de hacer algo parecido a lo que habían hecho los judíos. Son dos comunidades a veces muy parecidas y a veces muy distintas. Las dos siguen sus costumbres y tradiciones, y nunca las dejan de lado.”

Lee asegura que la relación con los judíos del Once es muy buena: “Ya se conocen las dos partes y trabajan en un mismo lugar. Competencia comercial siempre va a haber –confiesa–, pero la que existe entre coreanos y judíos no es mucho más grave que la que existe entre los mismos coreanos o entre los judíos.” Por otro lado, los comercios de coreanos tienen clientela judía, y contratan contadores y abogados judíos. Y esto también se da al revés. “En esta generación de coreanos hay varios que somos profesionales y no estamos detrás de un mostrador, sino que damos servicios a muchos comerciantes del Once.” El contacto se da también en el aspecto social: “Hoy es común que la gente de ambas comunidades se invite a casamientos o a eventos importantes”.

La presencia de los bolivianos y los peruanos en el Once creció durante los ‘90; muchos llegaron con la convertibilidad, para mandar a la familia los dólares que se ganaban en Argentina.

“Los bolivianos están creciendo bastante”, dice Lee. “Antes trabajaban para los coreanos, ahora se avivaron. En vez de trabajar bajo un patrón, fabrican y venden ellos mismos. Se dieron cuenta de que podían ganar mucho más juntándose entre ellos. Y con lo que ganan compran máquinas y forman pequeñas empresitas, que hoy están en desarrollo. Ellos hacen su vida y me parece que tienen muchísimas menos pretensiones de crecimiento social que los coreanos o los judíos. Se conforman con mucho menos.”

A los peruanos no los conoce demasiado, pero de todos modos tiene algo para decir: “La mayoría se emplea en casas de familia o comercios. O son vendedores ambulantes. Cuando se terminó el 1 a 1, se perjudicaron mucho. Antes ganaban en pesos que eran dólares, y los mandaban a su país. Hoy eso es imposible”.

“Con los peruanos hubo pica”, me dice después el Gallego, “porque son vendedores ambulantes en este sector del Once, esos que venden ropa o peluches en Castelli; y entonces no tienen que mantener un local, ni pagar impuestos. Y eso se ve como competencia desleal. Los bolivianos, en cambio, trabajan para los coreanos, o comienzan a poner sus propios negocios”.

Los coreanos, que llegaron escapando de la superpoblación, o de la falta de oportunidades en la Corea de los ‘80, o buscando el ascenso a Norteamérica vía Latinoamérica, sufrieron, como cualquier argentino, la crisis del 2001.

Francisca es dueña de un negocio de ropa en el Once.

Con la boca redonda, la piel blanca y los ojos rasgados de un dibujo de Manga, me cuenta que durante la convertibilidad mandó a sus dos hijas a estudiar a Estados Unidos, pero que después del 2001 tuvo que vender su segundo negocio para terminar de pagarles los estudios. Ahora las chicas deben arreglárselas solas.

“Algunos de los negocios que alquilamos, o compramos, eran de judíos que, cuando les fue muy bien, se fueron para Palermo, para el Botánico o para Belgrano; y cuando les fue mal, se juntaron con los judíos de Flores.”

La economía no sabe nada de composiciones étnicas, pero la determina. Los judíos ascendían o descendían, a Belgrano o a Flores; también a Israel, donde se fueron muchos judíos pauperizados, sin nada, con la crisis del 2001. En el caso de los coreanos, la mayoría de los que abandonaban el Once elegían EE.UU.; o el regreso a Corea, que seguía despegando como uno de los tigres asiáticos. José llegó a Buenos Aires doce años atrás, desde Cuzco, porque la vida como empleado de la empresa de Aguas se hizo difícil. También era artista, pero bailar para turistas en el Machu Picchu dejó de ser redituable. El gobierno ofrecía un plan para retirarse, aceptó la plata y viajó al país que sus amigos describían como la tierra de Jauja.

Con el 1 a 1 peso-dólar, Argentina era un imán irresistible para sus vecinos. Los peruanos llegaron de a miles. Era la época en que las telas apenas se percibían en las vidrieras de las calles Paso o Tucumán, por la cantidad de carteles que pedían empleados. Hoy viven alrededor de 200.000 peruanos en Argentina.

José empezó como ayudante en un taller de confección de ropa y llegó a ser corredor.

Antes del taller, José vendió mercadería en Pasteur y Perón. La policía le robó dos bolsas con mercadería; dos mayoristas no le pagaron lo que le prometieron; y otro casi le clava un puñal.

“Los judíos me contuvieron, pues”, dice refiriéndose a la época en que comenzó a trabajar en el taller. “Me han invitado a sus casas, me han hablado del exilio, me entendieron cuando les hablaba de que me sentía discriminado, me han invitado a sus fiestas.”

–¿Fue?

–No, porque no me agradan los platos que preparan. Por eso, para no faltarles el respeto siempre evité ir.

Algunos de sus amigos volvieron a Perú cuando el dólar resultó esquivo. Y algunos de sus amigos judíos se fueron a España o a Israel. Esos con los que se juntaba en un bar peruano de Corrientes y Pringles.

–A ellos sí les gustaba la comida peruana; el ceviche les encantaba.

–¿Y usted nunca se animó a probar sus platos?

–Nooooooo. Una vez me invitaron a la Navidad de ellos, que festejan otro día. Fue un señor judío que le dio empleo a mi sobrina como mucama. Utilizan otros condimentos, me dio impresión. Aunque me gustaría conocer un templo judío.

José trabaja, hace once años, en una empresa de correo privado. Empezó limpiando y llegó “a donde usted me ve, encargado de cartas y encomiendas. Con dos hijas en la universidad y una mujer con kiosco propio en el Once”.

Para José, el Once se parece al Cuzco. “Ahí hay turistas que van de paseo”, dice. Y en el Once también hay turistas, con otro objetivo: trabajar. “Pero es lo mismo. Yo estoy acostumbrado a la sensación de estar de paso. Allá había alemanes y holandeses. Acá, todo tipo de colectividades. Todo es muy cosmopolita.”

El Coto de la esquina de Jujuy y Rivadavia es todavía testigo de los encuentros entre José y los peleteros y confeccionistas que lo protegieron cuando el barrio le resultaba un lugar hostil. “El judío tiene en el fondo de su corazón la idea de un pasado ancestral. El peruano, aunque no vuelva nunca a su tierra, también.”

Más del 70 por ciento de los emigrantes de Bolivia, eligen como destino la Argentina. Raúl supo que su mejor amigo era judío cuando un mediodía le explicó por qué no podía comer chicharrones, la comida típica de Bolivia, hecha a base de cerdo frito.
Caminaban desde el colegio hasta la pensión de Uriburu y Sarmiento, donde la familia de Raúl se había instalado cuando llegaron de La Paz: una habitación de dos ambientes donde convivían la abuela, la madre y un hermano. Y una cocina y dos baños compartidos con el resto de los huéspedes de paso, en su mayoría bolivianos. Aunque dejaron de verse y de esa época han pasado casi veinte años, Raúl sigue pronunciando “Itzrael”, como lo hacía su amigo.

“Para mí fue mucho más difícil mudarme del Once a Paternal, que de Bolivia a Buenos Aires. Apenas llegamos con mi mamá, en 1986, nos instalamos en la pensión. En el Once nunca me sentí sapo de otro pozo: ni en el colegio ni en la plaza de Pichincha entre Yrigoyen y Alsina, donde jugaba a la pelota con otros chicos. Mi papá había viajado antes y decía que había gente que no trataba bien a los bolivianos. Yo no le creí... hasta que dejé el Once. En el colegio de Paternal me miraban raro, se burlaban de mi acento, no se amigaban conmigo. Ahí me di cuenta de que el Once era un lugar muy especial porque no había uno distinto. Todos éramos distintos y eso nos hacía sentir iguales.”

Su primer acto de independencia fue dejar Paternal y volver al viejo barrio conocido, donde los sábados, recién a las seis de la tarde, aparecían el arquero y el defensor del equipo. Se anotó en el instituto Lincoln, de Tucumán y Junín, para terminar el secundario en el turno noche. De día trabajaba como cadete en un laboratorio de una empresa química, en Córdoba y Paso. Los dueños eran judíos, estaba en el Once. Se sentía en casa.

“Los dueños del laboratorio me contaron que pasaron por cosas terribles, muy duras, de terror, pero nunca perdieron la alegría. Los padres del dueño de la fábrica textil donde trabajó mi hermano tenían tatuados un número, como las vacas, como animales. Y siempre parecían felices. El pueblo boliviano es igual: por más pobres que seamos, por más tragedias que pasemos, siempre vamos a festejar el Carnaval y a celebrar. Siempre. Ni ellos ni nosotros perdemos la alegría.”

Cuando terminó el secundario, Raúl quiso estudiar Psicología. Pero el sueldo de cocinera de la madre no alcanzaba para mantener a la familia. Y Raúl tuvo que trabajar: primero de repositor en un supermercado, después en una empresa que le pagó cursos de merchandising, luego en otra que lo tentó con un mejor sueldo, para terminar en una de Paternal. El Once, una vez más, se le cruzó disfrazado de oferta laboral. Y volvió.

Dice que está más sucio y más ruidoso que antes. Que ya casi no hay bolivianos en la zona porque se mudaron todos a Liniers y, como prueba de esa migración, hay sólo un restaurante en el que puede comer chicharrones decentes. La sensación de pertenencia, sin embargo, sigue intacta.

“Tuve una novia argentina muy dulce, pero no congeniamos, por una cuestión de idiosincrasia. Ya cumplí treinta y un años. Casi veinte en el país. La mitad en el Once. Y a fin de año me caso con Delhi: boliviana.”

Félix no quiere saber nada con su Perú natal: “Yo no quiero volver a Perú. Anda mal. Ya tengo todas mis cosas acá, estoy bien de laburo, tengo estabilidad. Yo ya le dije a mi señora que si me muero no me manden para allá: sale un huevo el pasaje”. A diferencia de la mayoría de los habitantes de las calles comerciales del barrio, vive en el Once pero trabaja en Villa Crespo, en una fábrica de lana.

“Nací en Lima en 1971 y estoy aquí desde 1999. Vine a la Argentina para trabajar porque allá no te daban las posibilidades que te dan acá, aunque acá tampoco es fácil. Primero vino mi señora a trabajar en una casa de familia, luego me mandó plata y pude venir yo. Lo que se sufre es dejar a la familia. Tengo dos hijos, la mayor es peruana y el nene es argentino.”

Félix vino en avión como turista y se quedó como ilegal. “El problema es que te den el documento.” Y sin documento ni radicación, es difícil conseguir trabajo. “Laburé de cualquier cosa: vendí cosas en la calle, en supermercados, lavaderos. Con el documento encontré laburos mejores.”

Cuando llegó, paró en un hotel en el Once que estaba “lleno de peruanos”.

“La pasé bien desde el comienzo. No tuve problemas en integrarme. Mi hija tampoco tuvo problemas, pero conozco peruanos que son discriminados. A la hija de un amigo le dicen ‘negra’, ‘gorda’, ‘morocha’.”

Félix trabajó con salteños y coterráneos suyos en un negocio de telas cuyo dueño era judío. “Un día, un salteño, que era el capataz, nos dice: ‘Vamos, negros de mierda, trabajen’. Eso a mí no me gustó. Y después de dos o tres días de lo mismo, lo enfrentamos y le preguntamos por qué nos decía negros, si él era más negro que nosotros y estaba laburando igual que nosotros. Aparte, ninguno de nosotros éramos negros, sino morochos.” Con los conflictos que puede haber vivido, Félix está a gusto en el Once. “Es un barrio tranquilo”, dice. “Tengo todo cerca. Lo único que me da temor es cuando mi hija va al colegio a la mañana y pasa por un bar que está lleno de borrachos. Pero me gustaría quedarme siempre aquí.”

Aunque yo prefiero la tolerancia de la indiferencia antes que los conflictos de la comunicación, a la gente del Once no le importan mis teorías. Y ahora que comencé a escucharlos, ya no me quiero ir.

Por eso invité a dos peruanos, amigos del Gallego, a comer en el restaurante de comida peruana a la vuelta de mi estudio. Es cierto que las discotecas peruanas no son mi sitio favorito: abundan los borrachos y las trifulcas, y más de una vez, a la salida, vi a un hombre pegarle a una mujer. Pero los restaurantes me atraen; desde los nombres hasta los olores.

El ají de gallina me gusta por lo picante, y el anticucho (corazón de res), por lo exótico. Llegan Pedro y Marta, juntos. Me sugieren, de entrada, ocopa arequipeña (una suerte de papa a la crema, pero con el toque del guacatai, una hierba verde, arisca, fuerte y sabrosa) y la causa limeña (también con papa, pero con capas de papa, como podrían ser las capas de una tarta, con un relleno de atún).

Comemos como tres paisanos: tres habitantes del barrio de Once. Decía que ellos no se interesan por mis teorías porque la interrelación sucede y ya estoy lejos de practicar la indiferencia. Pedro, contratado por un coreano del Once, me cuenta que viajó a Corea para trabajar como operario en una fábrica de vidrio.

–¿De objetos de vidrio? –pregunto.

–No, de vidrio puro. Era una ciudad a unos pocos kilómetros de Seúl, como acá podríamos decir La Plata. Dormía en un container, una especie de casa rodante, pero sin cama, junto a otros trabajadores inmigrantes de todas partes del mundo. No había cama ni colchón: allá se duerme sobre una manta caliente. Me pagaban treinta dólares por día y trabajaba ocho horas, con el domingo libre. Cuando salía del trabajo iba al sauna, que era muy caro, doce dólares; pero una vez por semana los empleadores me lo pagaban. Seúl es una locura: una ciudad con vértigo, llena de luces, lugares bailables que te enceguecen, strippers. Había locales de strippers donde comprabas un número al entrar, porque rifaban una mujer para los hombres y un hombre para las mujeres. O como vos quisieras.

Pedro juntó unos cuantos dólares, pero el ritmo de vida y la soledad se le hicieron insoportables. Volvió corriendo al Once a vender garrapiñadas en la galería de la calle Castelli.

Marta, por su parte, viajó a Israel para trabajar como baby-sitter de los hijos de su ex empleador, un judío que hizo Aliá sin llegar a perderlo todo. En Israel, como en buena parte del Primer Mundo, no son habituales las baby-sitter ni las empleadas domésticas. De algún modo la gente se las arregla sin estos auxiliares, que para la clase media porteña son imprescindibles.

De mutuo acuerdo, Marta abandonó el empleo con el que había llegado a la ciudad marítima de Haifa, y se fue a hacer trabajos de limpieza en una pizzería de Tel Aviv. Allí trabó relación sentimental con un judío venezolano, pero las cosas llegaron a su fin cuando estaban por casarse. Finalmente, Marta decidió regresar al Once.

Pedro y Marta me cuentan la historia de un coreano al que llaman Pepsi, con el que no se puede hablar porque es parco y brusco pero que, me revelan, participó en la guerra de Vietnam. Así me entero de que todos los meses, un pequeño grupo de ex combatientes coreanos de la guerra de Vietnam se reúne en algún lugar de la calle Cobo.

La papa, descubro, es soberana en la cocina peruana. Para el plato principal quiero bajar los decibeles de pesadez. No lo consigo: me pido un “cangrejo reventado” sin consultarlos y resulta un “sopón” de cangrejo, caliente y espeso, con la recompensa de verdadera carne de cangrejo flotando en el caldo. Dieciocho pesos no está mal para comer cangrejo en Buenos Aires.

Creo que el Once no sólo los ha traído a la Argentina, les digo manteniendo mi ya repetida metáfora del centrifugador, sino que también los ha disparado a Corea y a Israel. ¿De qué otro barrio podrían haber zarpado hacia esas tierras? Yo no tengo la menor idea de cuándo voy a poder visitar Corea.

Luego del postre –mazamorra morada– me apersono en el negocio de Francisca para inquirirla acerca de los veteranos coreanos de la guerra de Vietnam. ¿Cómo es eso? ¿No era en la guerra de Corea donde habían luchado entre sí los coreanos? ¿Por qué hay veteranos coreanos de la guerra de Vietnam, con negocio en el Once, que se reúnen en la calle Cobo? ¿Por qué no son veteranos de la guerra de Corea? Francisca me recuerda que los ex combatientes de Corea eran adultos en los ‘50, y que ahora son personas ya muy mayores o están muertos. Mientras que los ex combatientes de Vietnam todavía tienen edad para reunirse. Me explica que Norteamérica hizo un convenio con Corea del Sur para proveerla de ventajas económicas y políticas a cambio de reclutas coreanos para pelear en Vietnam. Y algunos de ellos, efectivamente, trabajan hoy en el Once.

Las memorias que cobija este barrio son más vastas que mi imaginación.

Este texto pertenece a El Once, un recorrido personal (Alfaguara), el libro de Marcelo Birmajer que se publica por estos días en Buenos Aires.
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