Tuesday, March 06, 2007

Una nueva fórmula para hacerse millonario en Internet

La admiración y la envidia que provoca el modelo de negocio inventado por los creadores de Google pone en evidencia que no resulta nada fácil generar un éxito en Internet.

Sin embargo, cada tanto alguien lo consigue. El mayor éxito de los últimos tiempos se llama YouTube ( www.youtube.com ). Fundado en febrero de 2005, el único foco de este sitio es ofrecer una plataforma gratuita donde subir y almacenar videos para compartirlos con el mundo. Su tecnología permite a cualquier usuario acceder a ese material de forma sencilla y sin la necesidad de apelar a ningún otro programa extra.

Sus fundadores son dos ex PayPal, Chad Hurley y Steve Chen, quienes encontraron una tecnología innovadora capaz de manejar cientos de formatos multimedia, archivos de tamaños inciertos y lograron traducirla en una herramienta eficaz para compartir video clips caseros por la gran Red.

El sitio hoy recibe alrededor de 35 mil videos diarios, sirve más de 30 millones de videos diariamente, figura ranqueado por Alexa como el sitio número 32 entre los más visitados de Internet y acaba de recibir una inyección de capital del fondo de inversión Sequoia Capital.

Gracias a su importante tráfico (9 millones en febrero de este año, según Nielsen/NetRatings), YouTube se transformó en un polo de atracción para la industria del entretenimiento. De esta manera, el sitio firmó acuerdos con la cadena MTV y con E Entertainment para presentar en exclusiva sus shows en la sección Featured Videos.

Las productoras cinematográficas también encontraron atractiva su oferta y, por ejemplo, el trailer de Scary Movie 4 recibió un millón de visitas, una cuarta parte de las cuales se realizaron en el primer día del lanzamiento.

Los usuarios comunes entendieron que el sitio venía a facilitar algo que un año atrás nadie ofrecía: alojamiento gratuito para clips de video y una interfaz intuitiva para verlos, con la facilidad de poder vincularlos desde cualquier página Web, incluidos los blogs.

A la ocasión la pintan digital

Como la oportunidad tiene dos caras -una se llama suerte y la otra preparación-, YouTube supo aprovechar un momento único marcado por la creciente popularidad de variados dispositivos (celulares, cámaras digitales y agendas electrónicas) que poseen la capacidad de filmar pequeños clips de video. Pero el futuro de este tipo de plataforma está en los smartphones, los teléfonos de tercera generación, que mediante un software apropiado y con el ancho de banda necesario, pueden transmitir imágenes en directo desde cualquier lugar del planeta. ¿Cómo se financia todo esto? Con publicidades de 15 segundos especialmente diseñadas para generaciones con ADD (síndrome de déficit de atención).

La fórmula de unir arquitecturas tecnológicas disruptivas con una interfaz completamente intuitiva que incite a la interactividad de los usuarios es típica de lo que se ha dado en llamar la Web 2.0. Un nuevo modelo de usabilidad en Internet.

En este contexto, nadie duda de que Chad Hurley y Steve Chen ya ingresaron en el exclusivo club de los que imponen buenas ideas para terminar siendo adquiridas luego por los gigantes. Pero esto será, quizás, el próximo capítulo.

Rafael Bini
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Dictadura para principiantes

“Billiken: Un 10 en la escuela”. ¿Quién no recortó alguna vez sus figuritas, subrayó sus efemérides o dibujó un bigote sobre un héroe de mayo? Tras ese mundo de blancas palomitas visitado por generaciones argentinas se oculta otro un poco más oscuro, más silencioso y sin dudas más sorprendente. En La infancia en dictadura. Modernidad y conservadurismo en el mundo de Billiken, Paula Guitelman, graduada en Comunicación, docente e investigadora, se ocupó de revisar los ejemplares correspondientes al período 76-83 y se encontró con un reino entre fantástico y espeluznante que con cándido fervor cientificista se ocupó de escribir la vida cotidiana dictatorial, purgada de su lado oscuro, y satisfaciendo la pulsión de orden que desvelaba al gobierno militar.

La revista Billiken comenzó a salir en 1919 y se sigue editando hasta hoy, cuando además cuenta con un sitio web (billiken.com.ar). Icono cultural de la clase media y nunca opacada por su inconstante rival Anteojito, su colección completa se ha convertido casi en material “incunable” que se guarda con inusitado celo en alguna privilegiada biblioteca nacional. Paula Guitelman nació en el ‘77, tiene 29 años, y su primer contacto con la revista fue como lectora de la Billiken democrática. A la otra accedió a través de hemerotecas a partir de 2002 y gracias a una beca de investigación colectiva Ubacyt que puso el foco en el “tradicionalismo” de la Editorial Atlántida y que en su caso terminó primero como tesina y ahora como libro.

–Las revistas para adultos de la editorial mostraban una posición totalmente funcional a la dictadura; a mí me interesaba saber qué pasaba con la revista infantil, si aparecía o no en Billiken alguna alusión al golpe militar. Lo primero que me sorprendió fue la omisión total de la dictadura. No sólo porque no aparece mencionada en ningún lado sino también porque resulta raro que en un revista que recurría permanentemente a cronologías tales como “Qué fue lo más importante que pasó en el año 1976” o “en 1977”, el 24 de marzo no apareciera y en cambio sí se celebrara el centenario del nacimiento de Constancio C. Vigil (fundador de la revista) o los premios de Nadia Comaneci.

Autorreferencial, moralizante, dueña de una euforia cientificista casi profética, obsesivamente higienista y hasta racista; en fin, un perfecto compendio del peor sentido común argentino. ¿Operación macabra o la mayor sutileza en el arte de la coerción infantil? Guitelman prefiere evitar el juicio: “Cualquiera puede ver estas notas, todo estaba ahí. Y cualquier padre puede haber comprado las figuritas del 25 de Mayo para su hijo sin advertir que en los detalles más pequeños se estaba legitimando la idea de autoridad, obediencia y disciplina. Por eso me interesó la revista: era la entrada a una vida cotidiana que se continuaba más allá del miedo”.

Sin historia, sin conflicto

Fomentada por padres y maestros, Billiken siempre tuvo secciones fijas en coincidencia con la organización escolar. “Es notable lo poco que queda en la división que hacía la revista para las Ciencias Sociales: con suerte queda la Geografía. Y si aparece algo referido a la Historia es siempre a una historia universal o a una historia argentina remota, siempre como una visita al museo. Del presente, nada. El conflicto no aparece ni explícita ni implícitamente. En el mundo Billiken, no hay o no encontré, un hermano que se pelea con otro, un padre que discute con un hijo, algún cuestionamiento a la autoridad, y menos que menos una protesta en el espacio público. El espacio público es sólo para circular y en este marco sorprende la insistente cantidad de notas relacionadas con la seguridad vial: la calle es peligrosa”, dice Guitelman.

Tecnofilia

La hipótesis de la autora es que en Billiken se da una paradoja fundamental: la de un modernismo-conservador, una euforia cientificista que se combina con los valores más retrógrados. “En un contexto donde lo político aparece totalmente omitido, la palabra ‘orden’ aparece continuamente y la exaltación de la ciencia se realiza de la mano de la disciplina, la transparencia, la vigilancia y el control”, cuenta Guitelman. “El lenguaje bíblico se cuela en toda la revista. Una edición aniversario dice que Billiken nació para alcanzar la ‘pacificación espiritual’ y aun cuando los nuevos Mesías sean la máquina o una inteligencia endiosada, muchas veces las notas terminan en un “que así sea”. Sólo falta el Amén. Casi una Biblia para chicos.

Quien es quien

Las notas favoritas de Billiken en esa época son las que descubren los quehaceres del barrio: “Un paseo para ver quién trabaja” o “Quién es quién en la esquina de tu casa”, donde una ilustración a doble página muestra los distintos negocios del barrio (la panadería, el banco, los bomberos, el correo, la carnicería) y también, a modo de espeluznante profecía, las siluetas blancas de los que no están. “Eso es lo que le importa a Billiken: que uno sepa quién es quién, acostumbrar al chico a ser claro, a tener roles precisos, a saber con quién habla. Todo tiene que estar claramente ubicado, ordenado. También hay secciones como ‘Secreteando misterios’ donde incluso se dice ‘siempre es muy lindo tener alguna incógnita para develar’. Es muy fuerte toda esa cosa detectivesca cuando no se estaba exactamente jugando a las escondidas.”

Ausencias

Un dato llamativo para Guitelman es que en Billiken no hay jóvenes ni adolescentes. “Como si los chicos que leen la revista no tuvieran hermanos o primos que trabajaran o que fueran a la universidad. Tampoco casi aparecen abuelos. Como si todo aquel que pudiera contar cómo eran las cosas antes o en ese momento estuviera ausente. Sólo hay niños y padres jóvenes, una prolijita familia nuclear que se mantiene segura en el hogar. Discapacitados, nunca; tampoco chicos de otras religiones. Hay uno del que se dice que es judío pero que, sorpresivamente, también va a la iglesia.”

Raza blanca

“El trato a los otros raciales es increíble –dice la investigadora–. En una nota se dice ‘Vos, yo y la raza blanca’, dando por supuesto que ese ‘vos’, destinatario de esta revista, y ‘yo’, quien la escribo, somos del mismo palo. El niño Billiken es blanco, rubiecito y de ojos verdes; un niño único y esencial frente a la masa informe de otros, el ‘japonesito de ojos oblicuos’ o el ‘negrito de pelo crespo’.”

Viriles

Dentro de la lógica de omisiones casi fantásticas que operan en la revista, Guitelman se sorprendió de encontrarse con el Coronel Leal. A tres o cuatro meses del golpe aparece una historieta llamada Operación 90: las Fuerzas Armadas, representadas como defensores de la patria y como conquistadores del “desierto”, deben llegar al Polo y plantar la bandera argentina. “El protagonista es el Coronel Leal, un hombre que ‘no duda del cumplimiento de su objetivo final’, que siempre tiene la ‘sangre fría’. En uno de los cuadros, el Coronel Leal ha triunfado, se emociona y llora, pero la historieta se ocupa de aclarar que sus lágrimas son viriles, lágrimas de hombre”, señala Guitelman.

Que premios

En Billiken los militares no sólo libran batallas; también se mantienen junto a las aulas para premiar “mejores alumnos” y “conductas ejemplares”. ¿Cómo? Llevándolos a pasear por los lugares “históricos, culturales, tecnológicos y turísticos más importantes de región”: la central nuclear Atucha, la represa de Salto Grande, el monumento a la bandera de Rosario o los hornos de Zapla. “Todo tiene que ver con esa óptica científica, técnica, ingenieril que se buscaba imponer”, dice Guitelman.

Platita

Otra de las sorpresas fue la constante aparición del dinero en una revista para chicos. “No sólo se subraya el dinero y la propiedad privada desde una perspectiva utilitaria, también por lo cuantificable, lo medible, lo ordenable. El pobre está totalmente omitido y se da por supuesto que los chicos ahorran. Y en el momento de organizar la asignación mensual lo primero que aparece es ¡la suscripción anual a Billiken!”, cuenta Guitelman. Pero lo más escalofriante para ella de todo fue encontrar una lista que enumeraba las cosas que el niño no puede comprar: una conciencia tranquila, la garantía de no tener pesadillas, un documento de identidad. “Es una lista de ironías: al día de hoy hay muchos chicos que desconocen su identidad.”

Operacion Planchado

Billiken no duda de los roles de género. “Siempre hay un padre que mantiene el hogar y una madre ama de casa. No se espera de la niña otra cosa que aprenda a ser como su mamá. Los hombres pueden ser astronautas y manejar tecnología de punta, la mujer cocina, aprende corte y confección, y a lo sumo maneja la licuadora; su mayor expedición es ir al supermercado. Me reí cuando encontré una nota en la que se muestra que los hombres miden con regla y las mujeres con cucharas y tenedores”, dice Guitelman.

El cuerpo

Si la primera tapa de Billiken (1919) fue la estampa de un chico despeinado y embarrado en el potrero, para la segunda mitad de los ‘70 desaparecen las barras de amigos y ganan las imágenes individuales, donde el cuerpo se presenta como máquina. “Por eso elegí para la tapa del libro la imagen de una muñeca que muestra los engranajes de un grabador. El ser humano es una máquina que puede reír, llorar y, en letras chicas y como dicho en voz baja, que también cuenta con un mecanismo de reproducción, como para que nadie pregunte demasiado”, sonríe la autora. Además, cuando se habla del control de la salud siempre aparece bajo metáforas bélicas: “guerra contra las caries”, “disparen contra la gripe” o las vacunas “veneno contra veneno”. La idea de extirpar lo disfuncional se hace presente hasta en el consultorio del pediatra.

La infancia en dictadura de Paula Guitelman Ed. Prometeo Libros

Cecilia Sosa
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Secretando secretos

Bien podría tratarse de una terapia alternativa –¿qué es la modernidad si no mil millones de angustias más otras tantas soluciones al paso?–, o de una tribuna para decir lo tuyo sin que nadie sepa que sos vos –cuánto pesa tu nombre si te mandás una cagada, ¿no?–, o simplemente competir por ver quién la tiene más grande en eso de pasar papelones: en alguna tenés que ganar si sos un antihéroe. Internet da para todo: si www.thesmokinggun.com, como salió en el NO del 30 de marzo, es un sitio yanqui obsesionado por mostrar aquello que los famosos hacen y no quieren que nadie sepa, www.tusecreto.com.ar es casi su correlato argento que trueca a los famosos por gente común, y las mandadas al frente de otros por la autocrítica –casi– anónima, que omite nombres pero no sexo, edad ni canal de chat para que los cibernautas profundicen sus ridiculeces “en público”. Más allá de datos protocolares (25 es la edad promedio de los que se automandan al frente; 4621, los secretos que encontró el Suple), lo más saladito, obvio, es lo furtivo de los mensajes. Algunos no tienen desperdicio. Por ejemplo, el de un pensador contemporáneo de 20 años, que admite: “Hasta 6º grado pensaba que la R de reversa en el auto significaba rapidísimo”, y lo votan 2731 veces –porque también hay un ranking–, o el de otro de 26 que se mandó con un “¡COMPRÉ PRODUCTOS DE SPRAYETTE!”, así en mayúscula –hay que tener coraje para reconocerlo, eh–. Otros son más serios y penosos (“Fui militar durante la dictadura, formaba parte de un pelotón de fusilamiento. Nunca declaré ante las autoridades, y mi familia nunca lo supo. Aún me atormentan los rostros de los que asesiné”), confiesa un tipo de 58 años, que habría que ir a ver. Y algunos, clarificadores: “Todas las mujeres nos masturbamos. Es nuestro secreto. Por eso siempre respondemos ‘nooooooooooo’ ante la reiterada pregunta”, escribe una minita de 23. Mientras otra, de 17, desmitifica cierta fantasía de argentino medio clase ‘40: “Hoy estaba yendo en el colectivo, sentada del lado del pasillo y de brazos cruzados, cosa que mi puño quedaba del lado del pasillo. En eso, se para un viejo (bah, tipo 45, 50 años) y siento que pone su pija para que se la toque ‘sin querer’ con el puño. Vi que se movía al compás del colectivo, pero capaz que se emocionaba y se movía un poco más. Lo peor es que yo no sacaba la mano porque estaba medio caliente también. Venía pensando que tenía ganas de $%&/ (je je) hasta que el viejo se bajó del colectivo. Ja ja, me sentí muy puta”. ¿Será de gil creerles? Da igual... casi 5 mil personajes se suman a la ya desmesurada cola por diván urgente. Y si no, sobate esta mandarina: “Masturbo a mi gata con el cepillo eléctrico de mi hermana. Lo peor es que después la veo lavarse los dientes, me cago de risa y ella no entiende por qué”. Antológico.

Cristian Vitale
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Problema del Viajante de Comercio

Si usted fuera capaz de resolver el problema que voy a plantear ahora, podría agregar un millón de dólares a su cuenta bancaria. Eso es la que está dispuesto a pagar el Clay Mathematics Institute.

El problema es de enunciado realmente muy sencillo y se entiende sin dificultades. Claro, eso no quiere decir que sea fácil de resolver, ni mucho menos.

De hecho, usted verá que si sigue leyendo pondrá en duda varias veces que a alguien le puedan pagar semejante suma por resolver lo que parece ser una verdadera pavada. Sin embargo, hace más de 50 años que está planteado y, hasta ahora, nadie le encontró la vuelta. Acompáñeme. Una persona tiene que recorrer un cierto número de ciudades que están todas interconectadas (pueden ser rutas, carreteras o por avión). Es decir, siempre se puede ir de una hacia otra en cualquier dirección.

Además, otro dato que se tiene, es cuánto sale ir de una a otra. A los efectos prácticos, vamos a suponer que viajar desde la ciudad A hasta la ciudad B, sale lo mismo que viajar desde B hasta A.

El problema consiste en construir un itinerario que pase por todas las ciudades una sola vez, y que termine en el mismo lugar inicial, pero con la particularidad que sea el más barato. ¡Eso es todo! No me diga que no le dan ganas de volver para atrás y leer de nuevo, porque estoy seguro que a esta altura, usted debe dudar de que entendió correctamente el enunciado del problema. Una de dos: o usted no entendió bien el planteo o hay algo que anda mal en este mundo. Sin embargo, está todo bien sólo que la dificultad aparece escondida. Los intentos que distintas generaciones de matemáticos han hecho tratando de resolverlo han permitido múltiples avances, sobre todo en el área de optimización, pero hasta ahora, mayo de 2006, el problema general no tiene solución.

Yo sé que en este momento usted duda de mí, duda de usted... duda de todo. Tiene que haber algo que esté mal. Sigamos.

Hagamos algunos ejemplos sencillos, con pocas ciudades.

Para dos ciudades, dos caminos:

ABA y BAB

Para tres ciudades, seis caminos:

ABCA BACB CABC

ACBA BCAB CBAC

Para cuatro ciudades, veinticuatro caminos:

ABCDA BCDAB CABDC DABCD

ABDCA BCADB CADBC DACBD

ACBDA BDACB CBADC DBACD

ACDBA BDCAB CBDAC DBCAD

ADBCA BACDB CDABC DCABD

ADCBA BADCB CDBAC DCBAD

Supongamos ahora que en lugar de cuatro ciudades, hubiera cinco.

¿Cuántos caminos posibles habrá? (y acá estará la clave).

¿En cuántas ciudades se puede empezar el recorrido? Respuesta: en cualquiera de las cinco (A, B, C, D y E).

Una vez elegida la primera, ¿cuántas posibilidades quedan para la segunda ciudad? Respuesta: cualquiera de las cuatro restantes. O sea, nada más que para recorrer las primeras dos ciudades hay ya veinte posibles maneras de empezar:

AB, AC, AD, AE, BA, BC, BD, BE, CA, CB, CD, CE, DA, DB, DC, DE, EA, EB, EC y ED.

¿Y ahora? ¿Cuántas posibilidades hay para la tercera ciudad? Como ya elegimos dos, nos quedan tres para elegir. Luego, como ya teníamos veinte maneras de empezar, y cada una de éstas puede seguir de tres formas, con tres ciudades, entonces ahora tenemos 60 (sesenta) formas de empezar con tres ciudades. (¿Advierte ya en dónde empieza a estar la dificultad?) Sigo.

Para la cuarta ciudad a elegir, ¿cuántas posibilidades quedan?

Respuesta: dos (ya que son solamente dos las ciudades que no hemos utilizado en el itinerario que hicimos hasta ahora). Luego, para cada una de las 60 formas que teníamos de empezar con tres ciudades, podemos continuar con dos ciudades. Luego, tenemos 120 itinerarios con cuatro ciudades.

Y ahora, para el final, no nos queda nada para elegir, porque de las cinco ciudades que había, ya hemos seleccionado cuatro: la quinta queda elegida por descarte, es la única que queda.

Moraleja: tenemos 120 itinerarios.

Si usted relee lo que escribimos recién, al número 120 llegamos multiplicando los primeros cinco números naturales:

120 = 5 x 4 x 3 x 2 x 1

Este número se conoce con el nombre 5!, pero no es que se lea con gran admiración, sino que los matemáticos llamamos a este número el factorial de cinco. En el caso que estamos analizando, el número cinco es justamente el número de ciudades. (*)

Es fácil imaginar lo que va a pasar si en lugar de tener cinco ciudades, se tienen seis. El número de caminos posibles será:

6! = 6 x 5 x 4 x 3 x 2 x 1 = 720

Sigo un par de pasos más.

Siete ciudades, 7! = 5040 posibles caminos

Ocho ciudades, 8! = 40.320 caminos

Nueve ciudades, 9! = 362.880 caminos

Diez ciudades, 10! = 3.628.800 caminos

Y paro acá. Como usted se da cuenta, el total de rutas posibles que habría que analizar con sólo diez ciudades es de ¡más de tres millones seiscientos mil!

La primera conclusión que uno saca es que el factorial de un número aumenta muy rápidamente a medida que uno va avanzando en el mundo de los números naturales. Tan rápido aumenta, que lo invito a que usted haga las cuentas para convencerse.

Imagine que ahora usted es un viajante de comercio y necesita decidir cómo hacer para recorrer las capitales de las 23 provincias argentinas, de manera tal que el costo sea el menor posible. O sea, de acuerdo con lo que vimos recién, habría que analizar

25,852,016,738,885,000,000,000

rutas posibles (más de ¡veinticinco mil trillones!).

Por lo tanto, se advierte que para resolver el problema hace falta tener una computadora ciertamente muy potente. Pero aun así, este ejemplo (el de las 23 capitales) es muy pequeño.

Creo que ahora queda clara la dificultad. No reside en hacer las cuentas ni en el método que hay que emplear. ¡Esa es la parte fácil! Es que hay que sumar el costo de recorrer cada camino y luego comparar. Al final, uno se queda con el más barato y listo. Pero el problema, insalvable por ahora, es que hay que hacerlo con muchísimos números, un número enorme, que aun en los casos más sencillos, de pocas ciudades, parece inabordable. Lo que se intenta hoy es tratar de encontrar alguna manera de encontrar la ruta más barata sin tener que hacer todos los cálculos, sumar y luego comparar. Ya con 100 ciudades, se sabe que el número de itinerarios posibles es tan grande, que ni siquiera las computadoras más poderosas pueden manejarlo. Hay varios casos particulares que fueron resueltos, pero en esencia, el problema está abierto.

Un último comentario: con los actuales modelos de computación, el problema no parece que tenga solución. Hará falta entonces, que aparezca alguna nueva idea que revolucione todo lo conocido hasta acá.

Algunos datos utiles:

a) el problema general, conocido como TSP (Traveling Salesman Problem) (Problema del Viajante de Comercio) fue estudiado por primera vez alrededor de 1930 por Karl Menger en Viena y en Harvard.

b) En 1954 se publicó una solución para 49 ciudades, en 1971 para 64 ciudades, en el 75 para 67, y luego, en los últimos treinta años, hubo saltos cuantitativos más importantes, que permitieron pasar de 318 a 532, luego a 666 y 2392 (en 1987), 7397 (1994), 13.509 (en 1998), y las dos más recientes, 15.112 ciudades en el 2001 y 24.978 en el 2004 cuando se resolvió el problema usando casi 25 mil ciudades o poblaciones en Suecia (para el lector interesado http://www.tsp.ga tech.edu/history/tspinfo/sw24978_info.html)

Adrián Paenza
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“Uno escribe para saber quién es”

A Guillermo Saccomanno le gusta decir que siempre se cuenta la misma historia, que el asunto pasa por cómo se la cuenta y que, cada vez más, le preocupa el peso de las palabras, cómo usarlas cuando se bordea lo que llama “límites del realismo”. Con El pibe, una novela compuesta por un puñado de cuentos, o unos relatos potentes y con un toque melancólico que, desplegados, componen una novela, este escritor vuelve a su infancia en Mataderos y en ese territorio entrelaza y retrata familia, miserias, sueños, política, miedos, competencias, sexo, discriminaciones, enseñanzas tontas, lecturas, aberraciones de la Iglesia Católica y varios temas centrales más que conforman un fresco de la clase media-baja porteña en los ’50, con el peronismo y sus opositores impregnando aire y vida. “En la escritura de este libro hay una búsqueda de ascetismo, de ver cómo se puede contar cada vez más con menos”, dice Saccomanno y alude al despojamiento del primer cine de Pasolini y a su poesía como influencias destacadas. En efecto, este escritor consigue en El pibe, quizá, lo más poético de su narrativa.

Familia(s), acerca de. Saccomanno insiste en citar a los familiares del libro, a los padrinos Rodrigo Fresán y Esther Cross, a los tíos Juan Forn, Angela Pradelli, Eduardo Belgrano Rawson, Antonio Dal Masetto, escritores lectores que echaron sus miradas sobre El pibe y se pronunciaron antes de la publicación. La novela impresiona como autobiográfica, pero Saccomanno aclara que no: “Cada vez que aparece algún libro mi vieja se preocupa, ‘qué vas a decir de la familia’; se le genera este fenómeno de lectora Bovary. Es ficción, como lo es también el testimonio: es lo que uno quiere contar, como dice al final el protagonista. Está el intento de una novela familiar, pero lo referencial va por otro lado. Es una de las trampas del realismo: esta no es mi familia. De todos modos, me llama la atención la preocupación que algunos lectores pueden tener al pensar que estoy hablando de ellos”.

–¿Su madre lee sus libros?
–Sí, aunque a veces dice que no. Su reacción es misteriosa. Una vez me dijo: “¿Para qué voy a leerlo si yo ya lo viví, si ya sé qué es?”.
–¿Y cuando leyó el primero?
–“¡¿Nene, ¿cómo escribís esas cosas?!” Lo interesante es que las historias no fueron tal cual las cuento. Me divierte, a veces, chicanearla y decirle: “¿Sabés que voy a contar tal cosa?”. “Pero no, nene, si nos seguimos viendo con esos parientes...”

Varios parientes de El pibe (no confundir, entonces, con el “Nene”, que tiene 58 años) son acomodaticios, pretenciosos, despreciativos, y estas cualidades golpean casi siempre sobre su padre, aferrado a costumbres presentadas como no tan “exitosas” para aquella época: es socialista, le suele escasear el dinero, tiene una biblioteca y, además, fantasea y amenaza con escribir una novela en la que los parientes quedarían escrachados. “Creo que la familia es una institución por momentos siniestra –sigue Saccomanno–. Digo esto aunque soy abuelo de dos nietas y a veces me pregunto cómo se lee esto en familia. Pero es una lectura que ya no me preocupa; yo quiero contar una historia que, siendo personal, sea la de todos. La literatura tiene el gran beneficio de poder contar la propia versión, aunque no creo que se trate de un ajuste de cuentas. El italiano Ferdinando Camon decía que escribía por venganza; cierta vez, hablando con Dal Masetto, me dijo: ‘No, uno escribe por amor’. Yo sé que puede sonar grasa, cursi, pero uno escribe porque quiere un mundo más justo. La literatura tiene que servir para algo, si no estamos fritos.”

–El dibujo que hace el libro muestra que la rigidez de “cómo deben ser las conductas” en lo referente a familia, política, Iglesia, dinero y sexo termina liquidando, justamente, al amor.
–Es curioso, pero el sistema capitalista, que cifra todo en la familia, su sostén y basamento, es su principal destructor. Engels hace una denuncia formidable de la situación de la clase obrera de Inglaterra en 1860-1870 y muestra cómo el capitalismo británico, el formador de la revolución industrial, no sólo jode a las colonias del imperialismo sino que, además, vulnera hacia adentro la situación de los trabajadores de las minas de carbón: promedio de vida menor a 30 años, chicos de 8 trabajando, mortalidad infantil. El sistema mismo destruye los valores de la familia. En cada una hay verdugos y víctimas, patrones y esclavos. Cuando yo era pibe hubo un fenómeno que atravesó a la sociedad argentina –y la sigue atravesando–, el peronismo; me acuerdo de las divisiones furiosas que se producían en mi familia y en el barrio a partir de eso, si eras contrera o no. La política estaba metida en la familia, una célula básica, chiquita, en la que se pueden leer las contradicciones de toda una sociedad.
–La Iglesia Católica le quemó la cabeza a mucha gente. Y a usted, ¿cómo lo influyeron esas “enseñanzas”, de chico?
–Lo mío fue contradictorio. Del día que tomé la comunión recuerdo por un lado la ceremonia religiosa y por otro a mi padre, que aunque no creía había permitido eso, a la vez hacía chistes verdes sobre los curas. La situación que cuento, la del cura que intenta apañar a los pibes para apartarlos de los abusos del párroco y el sacristán, es cierta. Y ahí está: pasa todos los días. La tensión se daba por el lado de las lecturas, porque mi viejo tenía una gran biblioteca, de ediciones baratas, y así tuve acceso a Victor Hugo y a Balzac, no sólo a Salgari, y había unas obras de Freud según el doctor Gómez Nerea, un divulgador científico de la época, muy facho, que compendiaba de manera muy narrativa, las perversiones estaban contadas como en una novela. Eso, después del catecismo, a uno lo ponía en tensión. Por otro lado, una tía me daba de tomar un vaso de vino con azúcar mientras me leía vidas de santos y cosas por el estilo, historias épicas como la de San Jorge y el dragón, a las que yo no podía diferenciar de otras, como la del Rey Arturo. Recién a los 16, cuando empecé a militar, empecé a tomar conciencia de lo antagónico de estas lecturas.
–¿Por qué le interesó resignificar su historia?
–En términos sartreanos, el dilema no es lo que la historia te hizo, sino lo que vos podés hacer con lo que la historia te hizo. La literatura te da la posibilidad de resignificar a cada instante lo que te pasó, y esto tiene que ver con la identidad, con preguntarte quién sos y si al otro le pasa lo mismo que a vos. Cuando uno tiene una relación muy fuerte con su padre y de golpe lee Los hermanos Karamazov, entiende algo; no te lo explica tal cual, pero hay mucho de parecido. Y eso genera una solidaridad. Hace un rato hablaba de si la literatura era venganza o amor: yo creo que no hay nada más solidario que el libro. Este oficio te lleva a ponerte afuera y a pensar todo el tiempo en el lector: estás contando para otro. Es curioso, mi padre vivió tratando de ser escritor y no lo consiguió, y mi familia temía que contara algo que yo cuento ahora ya no desde mi perspectiva, sino desde la de él.

Angel Berlanga
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Hacé que tu caja boba sea un poco más inteligente

La vieja y querida videocasetera tiene los días contados, o casi. ¿Por? Una de las pocas ventajas que venía conservando -la de grabar- está a punto de serle arrebatada definitivamente. Videograbadoras de DVD hay pocas, pero como alternativa bastan un soft y una placa que hacen todo más fácil y mejor. Ahorran preocupaciones tales como poner la cinta "en punta" para no borrar nada importante. E incluso los rezos para que se la banque y no haga de la tele una cebra.O, peor, que la maldita cinta no quede atascada entre cabezales y engranajes. Salvo que se corte la luz, si mandás la tele derecho a la PC, grabás con calidad óptima y tenés imágenes con vida eterna.

Aunque las veas doscientas veces, la imagen y el sonido digital (grabados en el disco rígido o directamente en un DVD-R) tendrán calidad de origen . También podés grabar horas y horas sin problemas, dependiendo tan sólo de la capacidad del disco rígido o de los DVD vírgenes. También podés editar la publicidades, léase borrarlas. Y, si algo no se grabó como se quería, se graba, se regraba y se recontragraba sin perder calidad.

Una inmejorable excusa para poner el sistema a prueba está a la vuelta de la esquina: el mundial de Alemania. Es que, pese a no tener los estrambóticos horarios de Corea-Japón, muchos de los partidos serán en horario de oficina. Y como en los trabajos suelen haber pocas teles y también jefes para todos los gustos y disgustos, si no querés perderte ni siquiera Irán-Angola, quedate tranqui. Cuando llegues a casa vas a poder mirar uno, dos, tres y hasta cuatro partidos (sí, en este mundial habrá hasta cuatro partidos por día) cómodamente sentado frente a tu PC.

Primero vas a tener que conocer un par de secretos y gastar algunos pesos, no demasiados:

Sintonizador de TV. Para captar los canales en tu compu, necesitás este aparatejo que puede ser una placa interna o un dispositivo externo.

La placa interna se calza en un slot o puerto libre PCI de la motherboard o placa madre. Esta es la fórmula más común, aunque requieren abrir y cerrar la carcaza y, obviamente, saber cuál es la placa madre y qué es un slot libre. En cambio, el externo va derecho a cualquier puerto USB, esos de enchufe con forma apaisada cuya ficha de conexión suele estar detrás de la compu.

Grabador de DVD. Físicamente son idénticos a los lecto-grabadores de CD y, por lo tanto, se conectan a la computadora igual que aquéllos. Sólo que, además de grabar y reproducir CD, hacen lo propio con DVD, tanto DVD-R (grabables por única vez) como DVD-RW (regrabables).

A falta de billetes, vale aclarar que no es un dispositivo que haga falta tener sí o sí, porque se puede guardar los archivos en el rígido. Pero si por muy interesante o por mera precaución el contenido merece una copia de respaldo (un backup), o bien si se impone hacer lugar en el rígido, convendrá tener uno para bajar el contenido a CD o a DVD vírgenes. ¿En qué difieren uno de otro? La capacidad: 4,3GB de un DVD contra 650MB de un CD.

Disco rígido bien grande. Los archivos de video almacenados en máxima calidad ocupan una barbaridad de espacio. Y un disco rígido estándar, de 40 u 80GB, se llena casi sin despeinarse.

¿Cuándo grabamos?

Aunque todo parece puro hardware, cada uno de estos fierros viene con su respectivo programa de grabación. Así que, una vez que todo encajó en su lugar, descargá los drivers, tomate cinco minutos para configurar un par de opciones y empezá a disfrutar de la maravillosa experiencia de hacer zapping, pero con la PC.

El manual no es imprescindible, salvo que no tengas ningún tipo de experiencia con programas. El soft te va a pedir, básicamente, que elijas el tipo de señal que recibe tu tele (antena, cable o satélite). Y el formato de archivo en el que querés grabar, su calidad y dónde guardarlo. Después, sí, podés dedicarte a aplicarle una andanada de chiches: convertir un formato en otro, agregarle efectos de audio y video y, la cereza del postre, mandar al diablo toda la cháchara publicitaria.


VHS, QEPD

Programar la video es un clásico. Y no sólo la propia sino la de toda la familia, e incluso la del vecino y el portero. Y siempre es el mismo incordio. Pues, de ahora en más, cada vez que te lo pidan vas a poder decir sin culpa: "Lo siento en el alma, pero me olvidé cómo se hace". Porque los sintonizadores de TV permiten programar todo igual que una VHS, pero más fácil y con resultados bastante más sofisticados.

Además de prenderse y apagarse a nuestro piacere, nunca más pasará que una grabación quede trunca (seguramente en la mejor parte, la del gol sobre la hora o del súperbeso contra la pared) gracias a que el videocasete... se terminó. Ni hablar de la calidad de imagen y sonido.

Pero ojito. Antes de romper el chanchito y correr a comprar una placa interna PCI, hay que cuidar las palabras. Porque un detalle aparentemente nimio puede mandar toda la operación al demonio y hacerte perder unos cuantos pesos: una cosa son las placas de video con salida a TV y otra las sintonizadoras.

El tema es así. Las primeras permiten ver la compu en la tele: juegos, páginas de Word, sitios web o lo que a uno le venga en gana. En cambio, las sintonizadoras para televisión (internas o externas) permiten ver los canales de aire, cable o satélite en el monitor de la PC. Es propiamente la operación inversa.

Hablemos de precios. Estas placas andan entre los us$46 y los 100. Traen una entrada para TV y, por lo general, control remoto para cambiar de canal. Algunos modelos: Genius Video Gonder Pro, Encore Eview y Pinnacle PCTV 110. Hay más profesionales por no menos de $700.

Para instalarla, primero desenchufá el equipo (salvo que quieras electrocutarte), abrí el gabinete, ubicá un slot PCI libre (son gricáceos, rectangulares y alargados) y dale a la placa con tanta suavidad como firmeza. Ante la menor duda, consultá con ese amigo del alma que siempre sabe más que uno. O, mejor, a un técnico que sepa de verdad.

Con el sintonizador todo es más fácil (aunque más caro), y ahí seguro vas a poder bastarte solo. Dale sin miedo a algún puerto USB, que en las PC más nuevitas vienen adelante y de a dos, más otros cuatro atrás. Si es de las viejas, están todos atrás. La antena o cable va a la entrada de TV. ¿Precio? De us$100 para arriba. ¿Marcas? DUB-T210, de D-Link (us$116), y Compro Videomate mini externa USB (us$105).

Un detalle para nada menor es la extensión del cable coaxial (o de la antena, satelital o colectiva). Como vas a tener que sacarlo de la tele y calzarlo en el sintonizador (ver Conexión limpia), tratá de tener la PC cerca de la tele, o bien conseguite un alargador. Segunda cuestión: la tele argentina de aire y cable transmite en la norma Pal N, pero Direct TV optó por NTSC. La mayoría de los sintonizadores son multinorma, pero no vaya a ser que compres justo uno con la norma equivocada.


El amor es más fuerte

El coqueteo PC-TV puede terminar en idilio total y con menos enredos. Pero para eso hay que tener plata. El último grito en la materia son las PC y notebooks que vienen preparadas desde la cuna para ver y grabar tele. Vienen de fábrica con sintonizador, grabador de DVD y el software casi listo. Un ejemplo es la notebook Commodore Mobile Center, que cuesta $6.000.

Ah, y por si a alguien cree que no todo pasa sólo por una buena imagen, con estos sistemas no sólo se puede ver y grabar la tele, sino también escuchar radio de la Argentina y del mundo. Y, por supuesto, también grabarla.

Miguel Distéfano
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Barrio Latino

Con los pelos desparramados finiquitaba la peruana cada vez que su chileno y tullido marido la fajaba. Un día cargó sus petates y con los dos chicos huyó a lo de su amiga boliviana en busca de refugio. Y se hizo costumbre: chileno faja, peruana escapa, boliviana protege. Sin pizca de rubor, el barrio opinaba recurriendo al psicoanálisis: “Típico caso de sometimiento”, afirmaba el vendedor de flores. “Dependencia erótica”, argumentaba el panadero, separando las palmas a una distancia respetable. “Pérdida de identidad”, aseveraba Doña Clota. Todo bien. La buena boliviana, abandonada y con un crío y una cría, la recibía en la casa, también abandonada, pero convenientemente ocupada por decenas de hermanos latinoamericanos. Juntas la pasaban chiche-bomba, bailando el fin de semana en el boliche del Abasto. Del mismo modo lo pasaban los chicos en las calles, jugando y pidiendo a los turistas que se fotografiaban junto al monumento a Gardel. El lunes, la peruana extrañaba y le imploraba a su amiga que intercediera para volver con su peor-es-nada. Comedida, la boliviana le encargaba la esquina donde desplegaba un plástico en la vereda para exhibir bombachas, corpiños, toda esa mercadería de la que vivía, y rumbeaba a lo del duro chileno, que de haber nacido en mejor cuna hubiera sido uno de los cinco mejores dégustateur del mundo. La boliviana, más tarde o más temprano, retornaba con el semblante laxo y con el perdón obtenido. Y colorín-colorado, la peruana volvía al nido conyugal hasta la próxima paliza. La primera vez que entró a la comisaría fue cuando el marido le partió la cabeza con la muleta. No le tomaron la denuncia, pero le dieron una curita. Ella se fue contenta. “Había recibido una muestra de afecto”, según Doña Clota. El panadero destacó la puntería del chileno, mérito que cabe si se tiene en cuenta que además de cojo se estaba quedando ciego, el pobre. Nada hacía pensar que la monotonía pudiera quebrarse.

Pero como en los cuentos siempre hay un “pero”, ese “pero” llegó.

Llegó por decisión del chileno que, o no conforme con su destino, o vaya a saberse qué bicho le había picado, cagándose en las interpretaciones psicoanalíticas que el barrio haría, se ahorcó con el alambre que descargaba el tanque de agua de la letrina. Frente al comisario, la peruana lloraba y se culpaba por no haber comprendido al marido. Lloró y gritó hasta que lo metieron en el ataúd; ahí aprovechó para llenarlo con ropa de él y viejas fotos del casamiento. En medio de las piernas le colocó los CDs cumbiancheros con los que se relajaban cuando estaban de buenas. Entre las manos le puso unas cartas de despedida garabateadas por los hijos, ella agregó la suya. No dejó de hablarle y besarlo hasta que lo enterraron, y a otra cosa mariposa.

Hasta aquí el cuentito, en pretérito. El remate, en presente.

Ululando su bocina llega el patrullero. La peruana, con el cuchillo ensangrentado en la mano, se encierra con los hijos. A través de la puerta, el comisario intenta una conciliación mientras en la ambulancia cargan todavía viva a la boliviana, a pesar de la sangre que brota de los mil puntazos. Alterada y consintiendo el diálogo, la peruana llora y se justifica porque su boliviana amiga, pensando que lo pasado-pisado no le afectaría, le confesó que cada vez que iba a mediarle con su chileno marido lograba hacer las paces metiéndosele en la cama, y le gustó el chileno, y por eso era que él la echaba revoleando la muleta como ventilador de techo, era para que lo visitara la boliviana, y además él le había pedido que lo acompañara a Chile y como la boliviana no quiso, seguramente por eso se ahorcó, el pobre, de tristeza. El comisario le ruega que deje salir a los chicos, y se entregue porque la víctima aún vive y todo se puede arreglar. Ella jura que se degollará. Llega el camión de exteriores de Crónica TV, el movilero salta con el micrófono y, ya partiendo la ambulancia, le pregunta a la boliviana qué pasó. Ella se niega a responder y muere. El comisario le dice a la peruana que llegó la televisión y puede hacer su descargo. La peruana se arregla el pelo, sale y se la llevan. Insatisfecho con la información, el movilero encaja el micrófono en la boca de Doña Clota para que escriba el final de la historia. En realidad, aclara ella, la peruana no tenía celos del chileno sino de la boliviana, ellas estaban unidas sentimentalmente, ¿se entiende? Así que... el chileno..., ¿se suicidó...?, ¿fue ahorcado...?, ¿o lo ahorcaron...?

Enrique Medina
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Lo absolvieron de un robo, pero olvidaron dejarlo en libertad

David Bosca, un chico de 20 años (hoy, 22), fue acusado de robo y más tarde absuelto, pero los jueces que habían ordenado su detención se olvidaron de liberarlo y pasó ocho meses en la cárcel de Devoto por error. El caso llegó ahora al Consejo de la Magistratura, que juzgará la actuación de los jueces.

La abogada que el Estado le había nombrado a David jamás se reunió con él y no se dio cuenta de que seguía preso. Tampoco el personal penitenciario advirtió que el chico ya no debía estar allí. Mientras tanto, David vivía hacinado en un pabellón con unos 180 presos, donde había que pelear para conseguir un colchón y la comida escaseaba. En esos tiempos, su madre llegó a pensar incluso que él estaba muerto.

"Yo esperaba... ¿Qué iba a hacer? Nadie de los tribunales me venía a ver y no tenía plata para llamar -relató Bosca a LA NACION-. Al final, un preso que estudiaba para abogado me hizo la nota para el juez, movió los papeles y me sacaron."

Cuando el 25 de agosto de 2005 desde Devoto les preguntaron a los camaristas del Tribunal Oral de Menores N° 1, Marcelo Arias y Pablo Jantus, qué pensaban hacer con Bosca, se dieron cuenta de que se habían olvidado de ordenar su libertad (deberían haberlo hecho el 6 de diciembre de 2004, cuando lo absolvieron por los dos robos que se le imputaban) y elevaron una nota a la Cámara de Casación Penal, máximo tribunal del fuero, para informarle lo sucedido.

En su defensa, alegaron que tenían un exceso de trabajo. El mismo argumento esgrimen ahora ante el Consejo de la Magistratura, que los investiga por mal desempeño y en las próximas semanas deberá resolver si los somete a juicio político.

"Me imaginaba que se habían olvidado de mí, porque no podía ser que nadie me viniera a ver de los tribunales ni me explicara nada", dice Bosca, con más resignación que bronca, en el pequeño patio de la casa de Tortuguitas, donde vive, rodeado de perros, chapas y changuitos de supermercado.

Con 22 años, está desocupado. Para ganar unos pesos, todas las tardes toma el tren y sale "a cartonear" por Munro con los hijos de una familia amiga.

Ahora, Bosca vive con ellos y sólo vuelve a su casa del Barrio Santa Mónica, en la localidad de Grand Bourg, para visitar a su madre y a sus hermanos.

La nueva vida

"Acá no estamos bien. El plan no da para darles de comer a todos", dice Alicia, la mamá de Bosca, mientras Brian, uno de sus nietos, sonríe tímido enredado entre sus piernas.

Su ex marido, el padre de sus hijos, hace años que se fue con otra mujer y no aporta a la economía del hogar.

Alicia Zurdo tiene seis hijos y recibe 150 pesos por el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. Su casa, dos cuartos pequeños frente a un arroyo, está construida sobre un terreno fiscal. "Cristina conducción", reza un afiche raído, pegado en la fachada, una pared celeste a medio pintar.

"Supe que David estaba preso porque me avisó una vecina, que también tenía a su hijo en Devoto", recuerda. Con sus manos entrelazadas en actitud de rezo, dice: "Yo ya lo daba por muerto y desaparecido".

Prontuario

Bosca es muy flaco y, con 22 años, todavía parece un chico. En quinto grado dejó el colegio y, desde los 13, entró y salió varias veces de institutos de menores. Dos robos con armas blancas figuran en su prontuario.

Cuando llegó a la mayoría de edad, el Tribunal Oral de Menores a cargo de su caso debía resolver si lo absolvía o lo condenaba por estos hechos. Ya lo tenía preso a su disposición en la cárcel de Villa Devoto y, tal como lo recomendaron la defensora y el fiscal de la causa, el 6 de diciembre de 2004 los jueces decidieron absolverlo.

"Pasar las Fiestas de fin de año en la cárcel fue lo peor", recuerda Bosca, que sólo en agosto de 2005 dejó la prisión, después de que el llamado de la cárcel puso en evidencia el olvido.

Como recuerdo de su paso por la cárcel de Villa Devoto lleva una visible cicatriz en la frente. "Fue un palazo -explica-. Yo estaba en un pabellón «cachivache» [rebelde, según la jerga carcelaria]. Siempre le pegaban a algún pibe y después subían los vigilantes y nos corrían a todos."

Bosca, que es escueto en sus relatos, rememora esto como una aventura, casi como mandándose la parte por haber sobrevivido. En el mismo tono cuenta su partida de la cárcel.

"Cuando me vinieron a avisar que me iba pensé que no era cierto. Ellos [por los guardiacárceles] te hacen esas jodas. Pero esta vez era verdad -relata con una sonrisa-. Me dicen: «Dale, agarrá tus cosas, ¿o te querés quedar?». No agarré nada. Me fui directo, así como estaba."

Los jueces del Tribunal Oral de Menores N° 1 fueron denunciados ante la justicia penal por el caso Bosca. El abogado Enrique Piragini, de la Fundación Ariel, los acusó por privación ilegítima de la libertad, pero los magistrados resultaron sobreseídos a principios de este año.

Ahora, la conducta de Arias y Jantus volverá a ser juzgada por el Consejo de la Magistratura, y Bosca espera que los consejeros "hagan justicia". Pero sus prioridades son otras.

"Tener una buena vida"

"¿Qué quiero? Conseguir un trabajo y tener una buena vida", dice en forma sintética. Después, reflexiona y agrega: "Lo que me pasó a mí ya fue. Pero si pensás que debe haber una banda de pibes que están presos y no robaron, o que están por culpas de otros, te querés matar".

Como consecuencia del caso de David Bosca, se endurecieron las reglas para los abogados públicos. En septiembre del año último, la defensora general, Stella Maris Martínez, emitió una resolución en la que dispuso que los defensores deben visitar a sus presos al menos una vez por mes.

Paz Rodríguez Neil
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John Irving existe

UNO Para comenzar diré que, en el principio, en mi principio, yo sabía más del escritor T. S. Garp que del escritor John Irving. De Garp –leyendo El mundo según Garp– lo sabía absolutamente todo. Vida y obra y amores, desde su bizarro génesis hasta su sangriento apocalipsis. John Irving, por entonces, cuando leí por primera vez El mundo según Garp, era para mí solo un rostro en la contracubierta y una breve noticia biográfica donde se consignaban títulos anteriores. Diré también que El mundo según Garp es la novela que más veces he leído (paré de contarlas a la número nueve) y casi la única que, al terminarla por primera vez, recomencé a leer de inmediato. El mundo según Garp es, también, la novela a la que vuelvo cada vez que tengo ganas de llorar y/o de maravillarme ante su técnica. Ahí está, a la altura de la página 400 y algo, la mortal desaparición del pequeño Walt. Me funciona siempre. Leo y lloro y pienso lo mismo de siempre: cómo fue que lo hizo este tipo.

DOS Y la cuestión pasa por ese “este tipo” y aquí va el motivo para el párrafo anterior donde se habla de un libro que no es el que presentamos hoy. Y es que, después de haber leído (de haber leído tantas veces) El mundo según Garp, yo viví convencido de que todos los libros de John Irving habían sido escritos por Garp y no por Irving. Esto era más que evidente a la hora de El hotel New Hampshire, su siguiente novela que, estaba claro, no era otra cosa que la supuestamente inconclusa Las ilusiones de mi padre de T. S. Garp con otro título y otro nombre en su portada. Pero yo también detecté ecos garpianos no sólo en todo lo que vino después sino, también, en todo lo que había venido antes. Ya saben: zoológicos y osos y Viena y matrimonios peligrosos y familias exitosamente disfuncionales y el salvador amigo o amiga de la infancia y muertes violentas y mutilaciones físicas y desplazamientos espacio-temporales y actos escolares y milagros domésticos y la infancia como territorio nada infantil y la obsesión por determinados oficios y la insistencia de ciertas frases/slogans ascendidas a mantras cuasi religiosos y la búsqueda más como destino que fin y, siempre, la ausencia de alguien tan importante funcionando como el más sólido de los fantasmas. Supongo que esto no era demasiado grave, porque muchos años antes de Garp yo había vivido convencido de que todas las novelas de Charles Dickens habían sido en realidad escritas por David Copperfield.

(INTERFERENCIA ENTRE PARENTESIS Y hace tiempo –15 años– que John Irving no viene por Barcelona y en la rueda de prensa habla mucho. Se refiere a la desaparición del padre, a la persistencia de los tatuajes, a los abusos sexuales que experimentó durante su niñez –todos temas presentes en Hasta que te encuentre– y a la idea de que “las novelas tienen que ser más verosímiles que la vida real para funcionar”, poniendo como ejemplo la imposibilidad de que Ronald Reagan o George W. Bush funcionen como personajes de ficción porque nadie se los creería. También confía, extrañado, que Nicole Kidman era la única que sabía dónde quedaba el baño de hombres durante la entrega de los Oscar. Pero lo mejor –el placer y el privilegio– llega durante la cena, cuando de verdad se aprecia cómo funciona Irving. El modo en que convierte una anécdota en materia inequívocamente irvingiana que, sí, funciona y acaba resultando creíble por encima de lo esperpéntico. Allí, Irving contó sus noches de Iowa, cuando casi sin darse cuenta asumió la titánica tarea de cargar una y otra vez a un casi siempre borracho John Cheever desde el bar a la residencia, o la tan triste como desopilante saga de Henry, hombre-catástrofe y alguna vez novio de su ex esposa. Y una vez más Irving volvió a insistir sobre la clave de su modus-operandi: arrancar por el final, escribir primero el último párrafo. El resto del trabajo consiste, apenas, en alcanzarlo tantos años y capítulos después.)

TRES Dicho más o menos claramente todo esto (la confesión y confusión un tanto idiota sobre obra y autor que hice más arriba, pero de la que no me arrepiento) acudí al encuentro con Hasta que te encuentre con la misma felicidad de siempre pero, a las pocas páginas, sentí algo nuevo y lo sentí como el silencioso cataclismo con que uno siente las cosas cuando lee viviendo o las vive leyendo. Hasta que te encuentre no sólo no era una novela de T. S. Garp y sí una novela de John Irving –una de esas novelas que te llevan toda una vida escribir y toda una carrera correr–, sino que, además, me convencía (y no porque, para mi agradecido y privilegiado asombro lo tenga sentado aquí al lado) no sólo de la existencia de John Irving, sino de su responsabilidad y autoría en cuanto a todo lo que él había publicado y yo había leído antes. En Hasta que te encuentre, todos los tatuajes encuentran no sólo su sitio, sino su razón de ser en los techos del cuerpo de la gran catedral/ring irvingiana. Se puede pensar en Hasta que te encuentre como en un John Irving’s Greatest Hits (porque recopila temas y motivos disfrutados hasta la más alucinada de las felicidades; porque también felizmente reincide en la aplicación de recetas decimonónicas a la hora de narrar el fin/principio de milenio; porque todo lo que enumeré antes, a la hora de Garp & Co., aparece aquí revisitado pero de manera diferente, más sincera que estratégica); pero yo prefiero entender esta novela como una suerte de Piedra Rosetta: un manual de instrucciones decodificadoras donde perderse por el solo placer de encontrarse. Una nueva forma de entender a Irving y la perfecta e innecesaria coartada para releerlo todo, otra vez, incluyendo a esa novela de John Irving titulada El mundo según Garp. Novela sobre un novelista que me dio muchas alegrías pero nunca el regalo que me hizo John Irving con Hasta que te encuentre. El regalo de abrirla, leer el primer párrafo donde se dice que “Según su madre, Jack Burns ya era un actor antes de ser un actor...” y sonreír y pensar: “Ah, todavía me quedan 1018 páginas más”.

Descansa en paz T. S. Garp.

Larga vida –y libros largos– a John Irving.

Fragmentos del texto leído durante la presentación de Hasta que te encuentre (Tusquets Editores), el martes 16 de mayo, en Barcelona. La novela llegará a las librerías de Buenos Aires el próximo julio.

Rodrigo Fresán
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Tora, ceviche y arroz

Mi primer diálogo personal con un coreano fue gracias al ciclo televisivo El otro lado. Yo trabajaba como investigador periodístico y Polo (Fabián Polosecki) propuso un programa sobre los orientales en Argentina.

Hablé con un muchacho de unos treinta y cinco años, de la Asociación Coreana, y de inmediato nos ofreció un tour diurno y nocturno por la avenida Cobo, donde hay un verdadero Coreatown: predominan los carteles con los signos hangui (las letras coreanas), los nabos en las verdulerías y los clubes nocturnos con karaoke.

Polo compartió una noche coreana con mi contacto, y terminaron cantando a dúo cerca de las dos de la mañana. Recuerdo que Polo me dijo entonces: “Vamos a pegarnos a ellos, porque los están tratando muy mal”.

Aquel muchacho, llamémoslo Yun, llegó a la Argentina en barco, desde Corea del Sur, con no más de seis años, en la década del 70, hablando un idioma con letras distintas de las del español. Había comenzado a trabajar y a adaptarse al país antes de terminar de conocer el idioma, sin otra colaboración más que su propio esfuerzo.

En su primera juventud logró ponerse un almacén. Se las arreglaba, pero todavía no manejaba el castellano. Creía que la palabra “boludo” era un mote cariñoso, como “gordito”. Cuando las vecinas venían a comprarle con el hijo en brazos, Yun pellizcaba suavemente el cachete del niño y decía con dulzura: “Qué lindo boludito”. Perdió varios clientes hasta comprender el sentido de una de las expresiones más clásicas de los argentinos.

Los primeros inmigrantes coreanos registrados en el siglo XX llegaron a partir de 1940, pero apenas por decenas; eran individuos sin familia, casi exclusivamente varones. Unos diez llegaron escapando de la guerra entre Corea del Sur y Corea del Norte, en 1950.
En 1965 llegaron a la Argentina las primeras familias coreanas. Eran veinte y constituían un total de unas cien personas. Se instalaron directamente en el campo, en Lamarque, provincia de Río Negro, dentro de un programa de inmigración agraria. La mayoría de ellos recaló finalmente en Capital Federal, aunque no sería sino hasta los ‘80 cuando se establecieron de a miles en el Once.

Los coreanos que desembarcaban en la Capital Federal en los primeros años de la década del 80 llegaban de Corea del Sur, con dólares frescos y capacidad económica como para realquilar o comprar los locales de los vecinos en crisis. Se expandieron rápidamente en el ramo textil. Entre los ‘80 y la actualidad han funcionado miles de talleres textiles de dueños coreanos, la mayoría de ellos con local de venta en el Once.

Para muchos coreanos, la Argentina era una escala intermedia con Estados Unidos como destino final, y las recurrentes crisis económicas alentaron esta dirección. Pero otros tantos se quedaron para siempre entre Tucumán, Junín, Sarmiento y Pueyrredón. Hoy los coreanos en la Argentina son alrededor de 20.000, y el 98 por ciento vive en Capital Federal.

Cuando la crisis del 2001, la caída de la convertibilidad, la caída de De la Rúa y el desesperante caos social, me acordé de Polo. En realidad, siempre me acuerdo de él. Pero en esa ocasión me acordé específicamente de aquel comentario cuando entrevistamos a Yun: “Vamos a pegarnos a ellos, porque los están tratando muy mal”.

En aquel diciembre terrible del 2001, en la pantalla del televisor se veía a un coreano llorando en la puerta de su minimercado destruido. Lo habían saqueado y destrozado, y su condición de coreano no era ajena a la barbarie de la que lo habían hecho víctima. Podían escucharse comentarios tales como que, “aun siendo coreano”, no se justificaba romper todas las reglas, actitud que en “última instancia” terminaría perjudicándonos a los “argentinos” en general.

A mí me gusta ver caras distintas, letras distintas, sentir olores de comidas distintas en mi barrio. Por eso subo al comedor coreano de la calle Sarmiento, a una cuadra de Pueyrredón, antes de que el Once se abra a esa avenida voraz. Hasta allí me ha llevado mi amigo el Gallego. “Gallego” no es un falso gentilicio; es gallego de Galicia, del pueblito de Lois, Pontevedra. Si el Once tuviera un anfitrión único, sería el Gallego. Regentea su papelera y vive en el barrio desde comienzos de los ‘70, pero parece que el Once lo hubiera inventado él.

Es el más judío de los gentiles, y posiblemente más judío que muchos judíos también. Se lleva mejor con los ortodoxos que muchos de sus vecinos semitas, y conoce mejor las tradiciones. A veces se me da por decirle que tal vez sus antepasados... pero me corta en seco: ¿por qué habría de necesitar ancestros de tal o cual procedencia para ser como es? El es español. Ni siquiera se ha nacionalizado argentino, y ya lleva más de sesenta años viviendo en este país.

Judíos y coreanos lo eligen para los negocios, para la charla y para recibir consejos. Los peruanos le cuentan sus historias de vida como si fuera el encargado de compilarlas en la enciclopedia del barrio. Los coreanos, desde mediados de los ‘70, y en su llegada masiva en los ‘80, lo eligieron como operador para cambiarle los dólares por pesos. Por qué los coreanos eligieron al Gallego es un misterio que, como decía Maugham, comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. Yo también lo elijo cuando quiero saber algo del Once. Esta vez, le pedí que me lleve al comedor que parece escondido.

Para llegar al comedor Nulboom (Siempre Primavera) hay que subir dos pisos por escalera y el escenario cambia radicalmente. Abajo, mientras caminaba por Castelli hacia Sarmiento, eran coreanos en el Once: un negocio al lado de otro, telas rojas, el azul de los jeans de fabricación propia, camperas, camisas, calzoncillos, bijouterie; más negocios que metros cuadrados, más mercadería que aire, todos atendidos por coreanos, con nombres vulgares o con un significado oculto al transeúnte desprevenido (P.A.T., Tabon, The Beste, To de Castelli, Excell, Mind-Leé, Coretex, Twings, Hitline, Light, Mepsina...), pero en un mundo occidental, de ojos redondos. Subir los dos pisos hasta el restaurante oculto, en cambio, es acceder a otro mundo: el Gallego y yo somos los únicos ojos redondos y todo está escrito en hangui.

El salón es austero, despojado. Parece un comedor universitario.

El Gallego me ha presentado a su amigo Hyung Yung Pak, comerciante y escritor. Pide lo que ellos llaman, en español, “asado coreano”. Nadie me pregunta qué quiero beber, pero nos sirven un vaso de agua fría a cada uno. Mejor así.

Dejan sobre nuestra mesa una docena de platitos. El asado coreano consiste en carne de vaca semidulce (bulkoki), carne de cerdo semidulce también (yeuk bokun), pescado frito (sengsun gui), una suerte de vegetal similar a la acelga, el akusai, muy bien condimentado (kim-chi) e, infaltables, nabos cortados en cubos con un condimento rojo de alta graduación.

Hyung Yung Pak, por más que yo no quiera, me invita a conocer a sus paisanos. “¿Para qué?”, le digo. “Son parte de tu barrio”, me responde, luego de pagar la cuenta. “Pero yo no necesito hablar con ellos.” “¿No estás escribiendo la historia del barrio?” (su castellano es peor que mi inglés). “Una historia del barrio”, recalco. “Esto es el presente”, insiste. Me ha invitado a comer; no puedo decirle que no. Además, parece que no hay postre. Salimos. Nos vamos a ver a H. S. Lee.
H. S. Lee es un operador inmobiliario en el Once, con local en las primeras cuadras de la calle Azcuénaga.

Me interesa saber por qué los coreanos eligieron el Once.

Para Lee, un factor importante es la relación entre la actividad comercial y el idioma. Como llegaron a la Argentina sin conocer una palabra de español, necesitaban un trabajo que no los obligara a hablar demasiado: “El comercio no requiere de grandes argumentos, sobre todo cuando la mayoría de las ventas son al por mayor”, reflexiona. “Además, el comercio funciona como una escuela de idioma. Tener un negocio a la calle con una actividad permanente genera diálogos con muchísimas personas y eso ejercita el lenguaje. Ganás plata y, de paso, aprendés a hablar. Cuando llegamos a la Argentina, el Once ya era un centro comercial importante de Buenos Aires, creado por la colectividad judía”, dice Lee, para agregar que la historia de los inmigrantes judíos y la prosperidad comercial que alcanzaron fue un ejemplo y una motivación para ellos. “Los primeros coreanos que llegaron aquí quisieron y trataron de hacer algo parecido a lo que habían hecho los judíos. Son dos comunidades a veces muy parecidas y a veces muy distintas. Las dos siguen sus costumbres y tradiciones, y nunca las dejan de lado.”

Lee asegura que la relación con los judíos del Once es muy buena: “Ya se conocen las dos partes y trabajan en un mismo lugar. Competencia comercial siempre va a haber –confiesa–, pero la que existe entre coreanos y judíos no es mucho más grave que la que existe entre los mismos coreanos o entre los judíos.” Por otro lado, los comercios de coreanos tienen clientela judía, y contratan contadores y abogados judíos. Y esto también se da al revés. “En esta generación de coreanos hay varios que somos profesionales y no estamos detrás de un mostrador, sino que damos servicios a muchos comerciantes del Once.” El contacto se da también en el aspecto social: “Hoy es común que la gente de ambas comunidades se invite a casamientos o a eventos importantes”.

La presencia de los bolivianos y los peruanos en el Once creció durante los ‘90; muchos llegaron con la convertibilidad, para mandar a la familia los dólares que se ganaban en Argentina.

“Los bolivianos están creciendo bastante”, dice Lee. “Antes trabajaban para los coreanos, ahora se avivaron. En vez de trabajar bajo un patrón, fabrican y venden ellos mismos. Se dieron cuenta de que podían ganar mucho más juntándose entre ellos. Y con lo que ganan compran máquinas y forman pequeñas empresitas, que hoy están en desarrollo. Ellos hacen su vida y me parece que tienen muchísimas menos pretensiones de crecimiento social que los coreanos o los judíos. Se conforman con mucho menos.”

A los peruanos no los conoce demasiado, pero de todos modos tiene algo para decir: “La mayoría se emplea en casas de familia o comercios. O son vendedores ambulantes. Cuando se terminó el 1 a 1, se perjudicaron mucho. Antes ganaban en pesos que eran dólares, y los mandaban a su país. Hoy eso es imposible”.

“Con los peruanos hubo pica”, me dice después el Gallego, “porque son vendedores ambulantes en este sector del Once, esos que venden ropa o peluches en Castelli; y entonces no tienen que mantener un local, ni pagar impuestos. Y eso se ve como competencia desleal. Los bolivianos, en cambio, trabajan para los coreanos, o comienzan a poner sus propios negocios”.

Los coreanos, que llegaron escapando de la superpoblación, o de la falta de oportunidades en la Corea de los ‘80, o buscando el ascenso a Norteamérica vía Latinoamérica, sufrieron, como cualquier argentino, la crisis del 2001.

Francisca es dueña de un negocio de ropa en el Once.

Con la boca redonda, la piel blanca y los ojos rasgados de un dibujo de Manga, me cuenta que durante la convertibilidad mandó a sus dos hijas a estudiar a Estados Unidos, pero que después del 2001 tuvo que vender su segundo negocio para terminar de pagarles los estudios. Ahora las chicas deben arreglárselas solas.

“Algunos de los negocios que alquilamos, o compramos, eran de judíos que, cuando les fue muy bien, se fueron para Palermo, para el Botánico o para Belgrano; y cuando les fue mal, se juntaron con los judíos de Flores.”

La economía no sabe nada de composiciones étnicas, pero la determina. Los judíos ascendían o descendían, a Belgrano o a Flores; también a Israel, donde se fueron muchos judíos pauperizados, sin nada, con la crisis del 2001. En el caso de los coreanos, la mayoría de los que abandonaban el Once elegían EE.UU.; o el regreso a Corea, que seguía despegando como uno de los tigres asiáticos. José llegó a Buenos Aires doce años atrás, desde Cuzco, porque la vida como empleado de la empresa de Aguas se hizo difícil. También era artista, pero bailar para turistas en el Machu Picchu dejó de ser redituable. El gobierno ofrecía un plan para retirarse, aceptó la plata y viajó al país que sus amigos describían como la tierra de Jauja.

Con el 1 a 1 peso-dólar, Argentina era un imán irresistible para sus vecinos. Los peruanos llegaron de a miles. Era la época en que las telas apenas se percibían en las vidrieras de las calles Paso o Tucumán, por la cantidad de carteles que pedían empleados. Hoy viven alrededor de 200.000 peruanos en Argentina.

José empezó como ayudante en un taller de confección de ropa y llegó a ser corredor.

Antes del taller, José vendió mercadería en Pasteur y Perón. La policía le robó dos bolsas con mercadería; dos mayoristas no le pagaron lo que le prometieron; y otro casi le clava un puñal.

“Los judíos me contuvieron, pues”, dice refiriéndose a la época en que comenzó a trabajar en el taller. “Me han invitado a sus casas, me han hablado del exilio, me entendieron cuando les hablaba de que me sentía discriminado, me han invitado a sus fiestas.”

–¿Fue?

–No, porque no me agradan los platos que preparan. Por eso, para no faltarles el respeto siempre evité ir.

Algunos de sus amigos volvieron a Perú cuando el dólar resultó esquivo. Y algunos de sus amigos judíos se fueron a España o a Israel. Esos con los que se juntaba en un bar peruano de Corrientes y Pringles.

–A ellos sí les gustaba la comida peruana; el ceviche les encantaba.

–¿Y usted nunca se animó a probar sus platos?

–Nooooooo. Una vez me invitaron a la Navidad de ellos, que festejan otro día. Fue un señor judío que le dio empleo a mi sobrina como mucama. Utilizan otros condimentos, me dio impresión. Aunque me gustaría conocer un templo judío.

José trabaja, hace once años, en una empresa de correo privado. Empezó limpiando y llegó “a donde usted me ve, encargado de cartas y encomiendas. Con dos hijas en la universidad y una mujer con kiosco propio en el Once”.

Para José, el Once se parece al Cuzco. “Ahí hay turistas que van de paseo”, dice. Y en el Once también hay turistas, con otro objetivo: trabajar. “Pero es lo mismo. Yo estoy acostumbrado a la sensación de estar de paso. Allá había alemanes y holandeses. Acá, todo tipo de colectividades. Todo es muy cosmopolita.”

El Coto de la esquina de Jujuy y Rivadavia es todavía testigo de los encuentros entre José y los peleteros y confeccionistas que lo protegieron cuando el barrio le resultaba un lugar hostil. “El judío tiene en el fondo de su corazón la idea de un pasado ancestral. El peruano, aunque no vuelva nunca a su tierra, también.”

Más del 70 por ciento de los emigrantes de Bolivia, eligen como destino la Argentina. Raúl supo que su mejor amigo era judío cuando un mediodía le explicó por qué no podía comer chicharrones, la comida típica de Bolivia, hecha a base de cerdo frito.
Caminaban desde el colegio hasta la pensión de Uriburu y Sarmiento, donde la familia de Raúl se había instalado cuando llegaron de La Paz: una habitación de dos ambientes donde convivían la abuela, la madre y un hermano. Y una cocina y dos baños compartidos con el resto de los huéspedes de paso, en su mayoría bolivianos. Aunque dejaron de verse y de esa época han pasado casi veinte años, Raúl sigue pronunciando “Itzrael”, como lo hacía su amigo.

“Para mí fue mucho más difícil mudarme del Once a Paternal, que de Bolivia a Buenos Aires. Apenas llegamos con mi mamá, en 1986, nos instalamos en la pensión. En el Once nunca me sentí sapo de otro pozo: ni en el colegio ni en la plaza de Pichincha entre Yrigoyen y Alsina, donde jugaba a la pelota con otros chicos. Mi papá había viajado antes y decía que había gente que no trataba bien a los bolivianos. Yo no le creí... hasta que dejé el Once. En el colegio de Paternal me miraban raro, se burlaban de mi acento, no se amigaban conmigo. Ahí me di cuenta de que el Once era un lugar muy especial porque no había uno distinto. Todos éramos distintos y eso nos hacía sentir iguales.”

Su primer acto de independencia fue dejar Paternal y volver al viejo barrio conocido, donde los sábados, recién a las seis de la tarde, aparecían el arquero y el defensor del equipo. Se anotó en el instituto Lincoln, de Tucumán y Junín, para terminar el secundario en el turno noche. De día trabajaba como cadete en un laboratorio de una empresa química, en Córdoba y Paso. Los dueños eran judíos, estaba en el Once. Se sentía en casa.

“Los dueños del laboratorio me contaron que pasaron por cosas terribles, muy duras, de terror, pero nunca perdieron la alegría. Los padres del dueño de la fábrica textil donde trabajó mi hermano tenían tatuados un número, como las vacas, como animales. Y siempre parecían felices. El pueblo boliviano es igual: por más pobres que seamos, por más tragedias que pasemos, siempre vamos a festejar el Carnaval y a celebrar. Siempre. Ni ellos ni nosotros perdemos la alegría.”

Cuando terminó el secundario, Raúl quiso estudiar Psicología. Pero el sueldo de cocinera de la madre no alcanzaba para mantener a la familia. Y Raúl tuvo que trabajar: primero de repositor en un supermercado, después en una empresa que le pagó cursos de merchandising, luego en otra que lo tentó con un mejor sueldo, para terminar en una de Paternal. El Once, una vez más, se le cruzó disfrazado de oferta laboral. Y volvió.

Dice que está más sucio y más ruidoso que antes. Que ya casi no hay bolivianos en la zona porque se mudaron todos a Liniers y, como prueba de esa migración, hay sólo un restaurante en el que puede comer chicharrones decentes. La sensación de pertenencia, sin embargo, sigue intacta.

“Tuve una novia argentina muy dulce, pero no congeniamos, por una cuestión de idiosincrasia. Ya cumplí treinta y un años. Casi veinte en el país. La mitad en el Once. Y a fin de año me caso con Delhi: boliviana.”

Félix no quiere saber nada con su Perú natal: “Yo no quiero volver a Perú. Anda mal. Ya tengo todas mis cosas acá, estoy bien de laburo, tengo estabilidad. Yo ya le dije a mi señora que si me muero no me manden para allá: sale un huevo el pasaje”. A diferencia de la mayoría de los habitantes de las calles comerciales del barrio, vive en el Once pero trabaja en Villa Crespo, en una fábrica de lana.

“Nací en Lima en 1971 y estoy aquí desde 1999. Vine a la Argentina para trabajar porque allá no te daban las posibilidades que te dan acá, aunque acá tampoco es fácil. Primero vino mi señora a trabajar en una casa de familia, luego me mandó plata y pude venir yo. Lo que se sufre es dejar a la familia. Tengo dos hijos, la mayor es peruana y el nene es argentino.”

Félix vino en avión como turista y se quedó como ilegal. “El problema es que te den el documento.” Y sin documento ni radicación, es difícil conseguir trabajo. “Laburé de cualquier cosa: vendí cosas en la calle, en supermercados, lavaderos. Con el documento encontré laburos mejores.”

Cuando llegó, paró en un hotel en el Once que estaba “lleno de peruanos”.

“La pasé bien desde el comienzo. No tuve problemas en integrarme. Mi hija tampoco tuvo problemas, pero conozco peruanos que son discriminados. A la hija de un amigo le dicen ‘negra’, ‘gorda’, ‘morocha’.”

Félix trabajó con salteños y coterráneos suyos en un negocio de telas cuyo dueño era judío. “Un día, un salteño, que era el capataz, nos dice: ‘Vamos, negros de mierda, trabajen’. Eso a mí no me gustó. Y después de dos o tres días de lo mismo, lo enfrentamos y le preguntamos por qué nos decía negros, si él era más negro que nosotros y estaba laburando igual que nosotros. Aparte, ninguno de nosotros éramos negros, sino morochos.” Con los conflictos que puede haber vivido, Félix está a gusto en el Once. “Es un barrio tranquilo”, dice. “Tengo todo cerca. Lo único que me da temor es cuando mi hija va al colegio a la mañana y pasa por un bar que está lleno de borrachos. Pero me gustaría quedarme siempre aquí.”

Aunque yo prefiero la tolerancia de la indiferencia antes que los conflictos de la comunicación, a la gente del Once no le importan mis teorías. Y ahora que comencé a escucharlos, ya no me quiero ir.

Por eso invité a dos peruanos, amigos del Gallego, a comer en el restaurante de comida peruana a la vuelta de mi estudio. Es cierto que las discotecas peruanas no son mi sitio favorito: abundan los borrachos y las trifulcas, y más de una vez, a la salida, vi a un hombre pegarle a una mujer. Pero los restaurantes me atraen; desde los nombres hasta los olores.

El ají de gallina me gusta por lo picante, y el anticucho (corazón de res), por lo exótico. Llegan Pedro y Marta, juntos. Me sugieren, de entrada, ocopa arequipeña (una suerte de papa a la crema, pero con el toque del guacatai, una hierba verde, arisca, fuerte y sabrosa) y la causa limeña (también con papa, pero con capas de papa, como podrían ser las capas de una tarta, con un relleno de atún).

Comemos como tres paisanos: tres habitantes del barrio de Once. Decía que ellos no se interesan por mis teorías porque la interrelación sucede y ya estoy lejos de practicar la indiferencia. Pedro, contratado por un coreano del Once, me cuenta que viajó a Corea para trabajar como operario en una fábrica de vidrio.

–¿De objetos de vidrio? –pregunto.

–No, de vidrio puro. Era una ciudad a unos pocos kilómetros de Seúl, como acá podríamos decir La Plata. Dormía en un container, una especie de casa rodante, pero sin cama, junto a otros trabajadores inmigrantes de todas partes del mundo. No había cama ni colchón: allá se duerme sobre una manta caliente. Me pagaban treinta dólares por día y trabajaba ocho horas, con el domingo libre. Cuando salía del trabajo iba al sauna, que era muy caro, doce dólares; pero una vez por semana los empleadores me lo pagaban. Seúl es una locura: una ciudad con vértigo, llena de luces, lugares bailables que te enceguecen, strippers. Había locales de strippers donde comprabas un número al entrar, porque rifaban una mujer para los hombres y un hombre para las mujeres. O como vos quisieras.

Pedro juntó unos cuantos dólares, pero el ritmo de vida y la soledad se le hicieron insoportables. Volvió corriendo al Once a vender garrapiñadas en la galería de la calle Castelli.

Marta, por su parte, viajó a Israel para trabajar como baby-sitter de los hijos de su ex empleador, un judío que hizo Aliá sin llegar a perderlo todo. En Israel, como en buena parte del Primer Mundo, no son habituales las baby-sitter ni las empleadas domésticas. De algún modo la gente se las arregla sin estos auxiliares, que para la clase media porteña son imprescindibles.

De mutuo acuerdo, Marta abandonó el empleo con el que había llegado a la ciudad marítima de Haifa, y se fue a hacer trabajos de limpieza en una pizzería de Tel Aviv. Allí trabó relación sentimental con un judío venezolano, pero las cosas llegaron a su fin cuando estaban por casarse. Finalmente, Marta decidió regresar al Once.

Pedro y Marta me cuentan la historia de un coreano al que llaman Pepsi, con el que no se puede hablar porque es parco y brusco pero que, me revelan, participó en la guerra de Vietnam. Así me entero de que todos los meses, un pequeño grupo de ex combatientes coreanos de la guerra de Vietnam se reúne en algún lugar de la calle Cobo.

La papa, descubro, es soberana en la cocina peruana. Para el plato principal quiero bajar los decibeles de pesadez. No lo consigo: me pido un “cangrejo reventado” sin consultarlos y resulta un “sopón” de cangrejo, caliente y espeso, con la recompensa de verdadera carne de cangrejo flotando en el caldo. Dieciocho pesos no está mal para comer cangrejo en Buenos Aires.

Creo que el Once no sólo los ha traído a la Argentina, les digo manteniendo mi ya repetida metáfora del centrifugador, sino que también los ha disparado a Corea y a Israel. ¿De qué otro barrio podrían haber zarpado hacia esas tierras? Yo no tengo la menor idea de cuándo voy a poder visitar Corea.

Luego del postre –mazamorra morada– me apersono en el negocio de Francisca para inquirirla acerca de los veteranos coreanos de la guerra de Vietnam. ¿Cómo es eso? ¿No era en la guerra de Corea donde habían luchado entre sí los coreanos? ¿Por qué hay veteranos coreanos de la guerra de Vietnam, con negocio en el Once, que se reúnen en la calle Cobo? ¿Por qué no son veteranos de la guerra de Corea? Francisca me recuerda que los ex combatientes de Corea eran adultos en los ‘50, y que ahora son personas ya muy mayores o están muertos. Mientras que los ex combatientes de Vietnam todavía tienen edad para reunirse. Me explica que Norteamérica hizo un convenio con Corea del Sur para proveerla de ventajas económicas y políticas a cambio de reclutas coreanos para pelear en Vietnam. Y algunos de ellos, efectivamente, trabajan hoy en el Once.

Las memorias que cobija este barrio son más vastas que mi imaginación.

Este texto pertenece a El Once, un recorrido personal (Alfaguara), el libro de Marcelo Birmajer que se publica por estos días en Buenos Aires.
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Clocheman,el vagabundo célebre de París

Jean-Paul Fantou mira la vida con ojos en los que una decepción más honda que la que le dejaron los 30 años que lleva viviendo en la calle. A sus 53 años, Fantou, alias Clocheman, podría cantar “la indiferencia del mundo que sordo y es mudo allí sentirás”. Hace tres años, hizo una huelga de hambre en la misma puerta del Ministerio francés de Asuntos Sociales, en el distrito 15 de París, en signo de protesta por la escasa consideración con que los poderes públicos trataban a la gente que vivía en la calle, es decir, a los vagabundos. Ahora se mudó de barrio. Instalado en la Plaza de la Bastilla, “porque es el símbolo de la Revolución”, Fantou ha cumplido más de tres semanas de huelga de hambre con un nuevo propósito: convencer a los mismos poderes públicos para que ayuden a los excluidos a reintegrar el circuito social. Fantou sabe mucho de desintegración: droga, alcohol, miseria, una hija que le fue sacada debido a su situación. En suma, una vida de clochard, esos míticos linyeras de París que todo el mundo cruza a lo largo del día sin prestarles ya la más mínima atención. Se han integrado tanto al paisaje de París con sus ropas harapientas, sus frases cómicas o amargas, su aliento a alcohol o su andar titubeante que a poca gente le importa saber quiénes son, qué les ocurre o cómo hacer para sacarlos de la vereda.

Jean-Paul Fantou es célebre y, de haberlo querido, hubiese podido protagonizar unos de esos cuentos de hadas que los noticieros de la televisión presentan a las 8 de la noche. En noviembre pasado, escribió un libro que lleva su seudónimo, Clocheman. Diarios, semanarios, televisión, radio, Internet, Clocheman y su causa pasaron rápidamente al estrellato. Pero Fantou no cambió de vida gracias a los derechos de autor. Se quedó en su propia historia, no se mudó a la existencia del pobre que se convirtió en príncipe de un cuento para los medios. A lo sumo, se volvió un vagabundo medio moderno: tiene un celular, un portal Internet y una agregada de prensa que se ocupa de sus asuntos editoriales. Pero sigue durmiendo bajo las estrellas urbanas y protesta contra los responsables políticos que se movilizan “un poco” durante el invierno para que los vagabundos no se mueran de frío y después los olvidan “hasta el próximo invierno”.

Clocheman denuncia de manera drástica la bondadosa perversidad del sistema de ayudas públicas. Los vagabundos, a quienes la denominación moderna llama SDF, sin domicilio fijo, reciben ayuda del Estado, el famoso RMI, “remuneración mínima de inserción”, pero nada más. Para Clocheman, ese tipo de asistencia es una idea obsoleta porque “clava a la gente en la calle, no les permite salir del adoquín. Cuando en realidad, lo que haría falta son programas de capacitación, psicólogos, médicos que supervisen a la gente para que deje el alcohol”.

Jean-Paul Fantou es casi un personaje de Victor Hugo, un tipo que hubiese podido ser amigo de Osvaldo Soriano: fiel, duro, combativo, comprometido con la gente de su condición. Es la voz de la miseria, de la última, de esa que desmenuza a los hombres que navegan en la calle sobre una nube de alcohol y duermen allí donde la borrachera los vence. Soledad, tristeza, violencia y una imagen pintoresca que suscita miradas condescendientes y divertidas pero que son, dice, “a su manera, una condena”.

Clocheman explica a los escasos transeúntes que se acercan a él que su combate es “para que los más fuertes ayuden a los más débiles”. Sin embargo, a lo largo del día, la indiferencia general de la sociedad que asimila a los linyeras al decorado normal de la ciudad es la norma. El hombre no se rinde ante el peor enemigo de los pobres, es decir, “la hipocresía general”. Esa hipocresía tiene un precio interno que hace funcionar el sistema de la caridad a costos altísimos sin aportar nunca una solución a la pobreza extrema. Entre las ayudas sociales, los servicios de urgencia, los benévolos, los educadores y las estructuras del Estado que gestionan la asistencia a los que no tienen techo, “un vagabundo le cuesta a la sociedad 6000 dólares y con eso no avanzamos nunca. La guita de los subsidios se acaba pronto y después seguimos en la calle. Lo único que se hace es financiar la precariedad de los precarios. ¡El colmo!” Clocheman cuenta que lo recibieron las más altos responsables del Estado y de la Municipalidad de París, le prometieron el cielo y sólo vio “la calle, para mí y los demás”.

Las últimas palabras de su libro son “Humanidad, igualdad, dignidad. Eliminemos la exclusión”. Pero es difícil. Ceguera, hábito, incapacidad de discernir la filosofía de quienes viven en la calle, los poderes públicos nunca encontraron una solución adecuada a la exclusión extrema. “Creo que nos consideran perdidos, que aceptaron que nuestra situación no es una cuestión social sino filosófica, lo que no es cierto”, explica Fantou. El autor de Clocheman ha presentado un plan de nueve puntos enmarcado en una frase de Victor Hugo, que es su preferida: “La miseria es una enfermedad del cuerpo social como la lepra era una enfermedad del cuerpo humano. La miseria puede desaparecer como desapareció la lepra”.

Fantou es un hombre de la calle dotado de un discurso político fuerte. De su “fracaso” hizo una causa política colectiva porque ese fracaso concierne a miles de individuos a quienes llamamos vagabundos. Fantou escribe en su libro: “Al juzgar lo que ustedes no saben, se equivocan. Ese juicio, la forma en que nos miran, es precisamente eso lo que nos condena a quedarnos en la calle”. Jean-Paul Fantou denuncia dos cosas y propone muchas soluciones. La potencia de su testimonio está en esa dualidad. El relato de su vida, los infiernos sucesivos de la miseria y la vida en la calle, y la descripción puntual del cinismo de las sociedades que elaboran estructuras kafkianas, absurdas, lindando a veces con la locura y la opresión del individuo y cuyo único resultado es impedir que las personas sin techo se reintegren la sociedad. Mientras espera que alguien lo escuche realmente, Clocheman prosigue la huelga de hambre y escribe poemas, que espera publicar. Con sus derechos de autor no hizo nada extraordinario porque “lo único extraordinario que tiene la miseria es que todos salgamos de ella”. La gente lo observa con recelo en su refugio de Colectivo de la Plaza de la Bastilla. La mayoría piensa que es un hombre perdido. “La gente siempre juzga sin saber”, dice.

Eduardo Febbro
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Azul Frida

Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón nació el 6 de julio de 1907 en la Ciudad de México. Hija del fotógrafo alemán Wilhelm Kahlo y de Matilde Calderón, originaria de Oaxaca, desde su infancia residió en la casa de aire colonial, grandes cuartos y un florido patio-jardín. Una puerta verde anuncia un interior de vibrante existencia. Dos enormes Judas de cartón pintado, obra de la artesana Carmen Caballero Sevilla, reciben al visitante como gigantescos diablos de mirada alegre. Más allá, el jardín enmarcado de color, con canteros donde resplandecen yaros e hibiscos; allí instalaban sus caballetes los discípulos de la artista, conocidos como “los fridos”. Una fuente de aguas cristalinas y una pirámide escalonada de piedra levantada por Diego Rivera recuerdan al México precortesiano.

En los cuartos de la planta baja están algunos de los cuadros de Frida: Frida y la cesárea, Retrato de familia, Ruina 1947, Retrato de Guillermo Kahlo y una reproducción de Las dos Fridas, una de sus obras más famosas. Muy cerca, un despliegue de collares prehispánicos y vestidos tradicionales mexicanos que solía usar la artista. Junto a las salas, la cocina decorada con barro verde de Oaxaca y cerámicas de Metepec muestra en lo alto de la pared los nombres de Diego y Frida escritos con jarros en miniatura entrelazados; en una larga estufa de leña permanecen algunas enormes cazuelas de barro en las que nacían los sabores y los aromas de todo México. El comedor es un mundo de tradición popular: vajilla de Guanajuato, vidrios soplados de Tlaquepaque, naturalezas muertas pintadas por manos anónimas, más Judas de barro y papel maché.

Una pequeña puerta conduce a la sobria habitación de Diego Rivera: una cama, su ropa de trabajo, su sombrero y sus bastones. La escalera de madera lleva a la segunda planta donde se encuentran los aposentos de Frida: un pequeño dormitorio con su cama de enferma, cuyo pequeño espejo ubicado en el dosel, cual un marco mágico, debió mostrarle una y otra vez su cambiante retrato. Un poco más allá, el sencillo estudio donde permanecen dos de los cuadros que dejó inconclusos –uno de ellos un retrato de Lenin–, un escritorio con sus pinceles y su gastada paleta y, frente al caballete, la silla de ruedas desde la cual pintó muchas de sus obras.

En cada rincón de la casa se esconden mil objetos de arte popular mexicano en los que Frida fundía lo divino y lo pagano, lo mexicano y el dolor de su propia existencia: exvotos, Judas de papel pintado, juguetes de feria, calaveras de yeso, de cartón, de azúcar, de papel de China; petates, sarapes, flores de papel y de cera, piñatas y máscaras. Pero la verdadera memoria de Frida Kahlo se esconde en una de las salas de la planta baja: su Diario pintado a la acuarela, objetos personales, fotografías, una libreta de direcciones y otra de apuntes y, sobre todo, sus apasionadas cartas de amor.

Amores contrariados

La Casa Azul fue el refugio de sus dos grandes amores: su padre Guillermo, que la acercó al arte y a la herencia ancestral de México, y Diego Rivera, el gran muralista que supo pintar las raíces y el alma del pueblo mexicano. El romance con Diego fue intenso e interrumpido por frecuentes infidelidades. En 1940, una vez separados, Frida le escribió una de sus cartas más intensas: “Ahora que hubiera dado la vida por ayudarte, resulta que son otras las ‘salvadoras’... Pagaré lo que debo con pintura... Lo único que te pido es que no me engañes en nada, ya no hay razón, escríbeme cada vez que puedas, procura no trabajar demasiado ahora que comiences el fresco, cuídate muchísimo tus ojitos, no vivas solito para que haya alguien que te cuide, y hagas lo que hagas, pase lo que pase, siempre te adorará tu Frida”. Pero era otra Frida la que firmaba como “tu ocultadora” sus cartas malhabladas y traviesas de adolescente irrespetuosa, la que era madre e hija de su marido al mismo tiempo, la de los romances fugaces con Heinz Berggruen, León Trotsky, con Nickolas Muray. La vida de Frida no fue fácil: la parálisis infantil que a los seis años la marcó de por vida, un grave accidente de tránsito en cuya convalecencia comenzó a pintar sus primeras obras, sus embarazos frustrados, las reiteradas operaciones que fueron postrando su cuerpo atormentado. “Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida –dijo una vez–, uno en el que un autobús me tumbó al suelo; el otro accidente es Diego.” Su casamiento con el artista, en 1929, significó un cambio profundo en su existencia. Abandonó sus trajes de varón y su pelo corto para adoptar la vestimenta tradicional de indígena mexicana. Los dos hicieron de la pasión un arte: montado en un andamio, Diego pasaba horas trabajando obsesivamente en sus murales. Frida, en cambio, estaba la mayor parte de su tiempo inmovilizada o confinada a un cuarto de hospital, pero seguía trabajando y así pintó los 55 autorretratos que son la tercera parte de su obra. “Me retrato a mí misma –escribe– porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco.” Pero no son sus naturalezas muertas inundadas de color ni sus personajes populares los que retratan su atormentada existencia, sino el simbolismo plagado de metáforas surrealistas en el que expresa su constante sufrimiento: la agonía física, su incapacidad para tener hijos, sus amores contrariados, la detallada representación de sus órganos internos, una emotiva autobiografía de su dolor.

Mujer con blusa roja

Frida no sólo transita la frontera entre el sueño y la realidad, sino que milita sin pausa en el espacio político de las luchas sociales. A los pies de su cuarto de enferma coloca las fotografías de Marx, Trotsky, Lenin, Stalin y Mao. En 1928 se adhiere al Partido Comunista de México, donde también milita Diego Rivera. Diego, un artista del realismo socialista, la retrata en el mural que pinta en la Secretaría de Educación Pública, Balada de la Revolución, con una blusa roja y una estrella en el pecho, repartiendo armas para la lucha revolucionaria.

En el comedor de la Casa Azul, el arte y la política son los temas de las reuniones. Exiliado en México, León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre, se instala en la Casa Azul de Coyoacán, y allí escribe entre 1937 y 1938 el artículo “Su moral y la nuestra” y el folleto sobre León Sedrov. André Breton, padre del Movimiento Surrealista, es otro de los asiduos concurrentes a la mesa de Frida y Diego. Con Trotsky sueñan con crear La Federación Internacional de Arte Revolucionario Independiente. Trotsky se enemista con Rivera y deja la casa. Dos años más tarde será asesinado por Ramón Mercader.

Mientras tanto, Frida sigue activa. En 1948 junta firmas en apoyo al Movimiento Pacifista, y Diego la vuelve a incluir en su mural La pesadilla de la guerra y el sueño de la paz. A pesar de su desventaja física y del sillón de ruedas que le resta acción, sigue pintando y militando por la emancipación de la mujer en un país signado por el machismo. En 1954, convaleciente de una infección pulmonar, participa en una manifestación contra la intervención norteamericana en Guatemala. Pero hay algo más en la militancia de la creadora mexicana: la íntima vinculación que mantiene con sus raíces, porque la gran ambición política de Frida era la de hacer un arte para el pueblo, un “arte popular revolucionario”.

Gracias a la vida A pesar de vivir en la ciudad, Frida no olvida la tierra de su madre, Oaxaca, ni las tradiciones que alimentan la cultura de su pueblo. Preside la mesa de la Casa Azul con sus galas de Tehuana: prendas de bordados finísimos y labor minuciosa, enaguas largas y voluminosas. “Vestirme –escribe– es la manera de prepararme para el viaje al cielo”, y confronta con su cuerpo-mensaje la enajenación de la mujer mestiza que emigra a Nueva York y se apropia de la vestimenta de moda. Frida, en cambio, se viste del mismo modo en Coyoacán que en Nueva York, y así se muestra en sus autorretratos para resaltar su identidad cultural y la continuidad que siente entre el pasado indígena y el México de su tiempo.

Su obra refleja fuertemente su nexo con la cultura popular y el sincretismo religioso. Uno de los espacios más potentes de la Casa Azul es el hueco de la escalera que comunica los dos pisos, cuyas cuatro paredes están tapizadas por una imponente colección de exvotos o milagros. Pintados sobre una pequeña hoja de latón por encargo de la gente del pueblo, sus textos agradecen a la Virgen y a los santos cada pequeño milagro que acontece en sus vidas. Frida se inspira en los exvotos y, al igual que éstos, incluye en sus autorretratos una dedicatoria, un comentario o la estrofa de una canción, pero sustituye el culto a las imágenes religiosas católicas por un culto hacia su propia imagen. En el autorretrato Arbol de la esperanza, Frida intenta vencer al destino y pinta su figura sana al lado de su doble enfermo, para contagiarlo de salud. Su arte busca producir el milagro.

No logra vencer al destino y en 1954, a los 47 años, muere en la misma casa que la vio nacer, en su cama hoy cubierta por una colcha blanca donde descansan su máscara mortuoria coronada con un rebozo, su corsé y un texto memorable que le dedica Elena Poniatowska: “Se dice que es una bendición nacer y morir en la misma casa. Frida Kahlo tuvo esta suerte, pues ella nació y murió mirando su jardín”.

Marina Combis
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Ansiedad: una sensación dura de domar

Los trastornos de ansiedad difieren del nerviosismo común. La ansiedad puede ser muy beneficiosa en dosis menores pero en dosis mayores puede hacer de la vida un infierno. "Si bien siempre ha existido, en la actualidad se encuentra entre los problemas más frecuentes". Son datos del Instituto Fleni, ofrecidos a Clarín, por los doctores Rodolfo Fahrer, Jefe del Departamento de Psiquiatía, Salvador Guinjoan, médico de los Departamentos de Psiquiatría y Neurología Cognitiva, y Ramón Leiguarda, Jefe del Departamento de Neurología Cognitiva y director de esa institución.

Si los síntomas no se tratan, pueden llegar a empeorar. Además, las personas con ansiedad son más propensas a sufrir depresión. El rendimiento en el trabajo y en la escuela, y las relaciones personales también pueden verse afectados. Existen distintos tipos de trastornos de ansiedad y se clasifican de la siguiente manera:

Trastorno de pánico. Su síntoma central es el ataque de pánico; una combinación abrumadora de sufrimiento físico y psicológico. Durante el ataque se combinan distintos síntomas: fuertes latidos del corazón, sudor, temblor, falta de aire, sensación de asfixia, náuseas o dolor abdominal, mareo o aturdimiento, sentimiento de irrealidad o desconexión, confusión, escalofríos, golpes de calor.

Debido a la severidad de los síntomas, quienes lo padecen pueden creer que están sufriendo un ataque al corazón u otra enfermedad de riesgo.

Fobia. Es un temor excesivo y persistente a un objeto, situación o actividad específica. Provoca tal sufrimiento que algunas personas tratan de evitar por todos los medios ponerse en contacto con aquello que temen. Hay diversos tipos de fobias:

Fobia específica. Temor extremo o excesivo a un objeto o situación que normalmente no es dañino. Los pacientes saben que su temor es exagerado, pero no pueden superarlo. Algunos ejemplos: miedo a volar o a las arañas.

Fobia social Ansiedad e inquietud por miedo de avergonzarse o ser menospreciado en situaciones sociales. Algunos ejemplos: hablar en público, conocer gente o utilizar baños públicos.

Agorafobia. Temor al encierro a sentirse asfixiado. Miedo a encontrarse en situaciones donde escapar puede ser difícil o vergonzoso donde recibir ayuda puede no ser posible. La agarofobia si no se tratar puede ser tan grave que la persona se niegue a salir de su casa.

Trastorno obsesivo-compulsivo. Las obsesiones son pensamientos perturbadores e irracionales recurrentes. Causan una gran ansiedad y no pueden controlarse por medio de la razón. Algunas incluyen preocupaciones por la suciedad o los gérmenes, dudas persistentes y la necesidad de tener todo en un orden muy particular. Para minimizarlas, muchas personas que sufren de trastornos obsesivo-compulsivos (TOC), tienen comportamientos repetidos (compulsiones). Ejemplos: lavarse las manos repetidamente, verificar una y otra vez que la llave del gas esté cerrada, tener reglas rígidas.

Trastorno de estrés post-traumático (TEPT). Ocurre en individuos que han sobrevivido a una situación grave o aterradora, ya sea física o emocional. Las personas que sufren de TEPT pueden tener pesadillas recurrentes y escenas retrospectivas donde el evento parece suceder nuevamente.

Otros síntomas: sentirse petrificado o aislado, sueño agitado, estado de nerviosismo, irritabilidad. Algunas situaciones que pueden provocar el TEPT incluyen un ataque personal violento, desastres naturales, tragedias (por ejemplo, un accidente aéreo), abuso físico o sexual durante la infancia o presenciar cómo otra persona resulta gravemente herida.

Trastorno de ansiedad generalizado. Las personas con trastornos de ansiedad generalizados (TAG) sufren tensiones severas y continuas que interfieren con su desempeño diario. Se preocupan constantemente y se sienten incapaces de controlar estas preocupaciones. Sus preocupaciones se centran en sus responsabilidades laborales, en la salud de su familia o en asuntos menores como pueden ser las tareas domésticas, la reparación del automóvil o las citas. Es posible que tengan problemas para dormir, dolores musculares, temblor, debilidad y dolores de cabeza.

Desafortunadamente, muchas de las personas con trastornos de ansiedad no buscan ayuda. No se dan cuenta de que sufren una enfermedad. Otras, temen que sus familiares o amigos los critiquen si buscan ayuda.

Las cifras de la ansiedad también son llamativas. "La edad mediana de inicio son los 15 años y varias formas de trastornos de ansiedad son más frecuentes en mujeres", explican los especialistas de Fleni.

El problema puede ser hereditario. Sin embargo, la contribución genética parece ser mayor en algunos trastornos de la ansiedad que en otros. En particular, parece máxima en el trastorno por pánico (episodios repetidos de varios de los síntomas citados más arriba, sin causa aparente).

Estudios recientes también han demostrado que determinados genes, sobre todo aquellos ligados al transporte de la serotonina (una sustancia implicada en la ansiedad y la depresión y en muchos otros problemas neuropsiquiátricos y cognitivos), está relacionada con la ansiedad y se asocia a una menor concentración en determinadas zonas del cerebro como el hipocampo, de una sustancia involucrada en la transmisión de las señales.

Es decir, en las personas con estos trastornos o defectos genéticos la concentración de una sustancia que es el N acetil D aspartato en el hipocampo está inversamente relacionada con el grado de ansiedad. Tambiém se ha encontrado que ciertos tipos de estrógenos en animales disminuyen el comportamiento depresivo y de ansiedad. La interacción gen-medio ambiente es la que finalmente determina el estado de ansiedad o la tendencia a la ansiedad.

Un trastorno de ansiedad afecta una variedad de funciones fisiológicas, dado que un canal de expresión de la ansiedad es el sistema nervioso autónomo, que inerva a todos los órganos del cuerpo.

Así, aparte de disminuir el desempeño intelectual, se ven frecuentemente afectadas funciones fisiológicas tales como el sueño, el apetito y la función sexual. Al verse afectadas estas funciones, pueden retroalimentar negativamente el cuadro, produciendo más ansiedad. Por otra parte, estos pacientes tienen mas riesgo de desarrollar episodios depresivos, especialmente si el trastorno es prolongado o severo.

Por todas estas razones, son importantísimos los métodos de diagnóstico médico.Toda evaluación de una persona que se queja de ansiedad debe ser meticulosa para determinar con exactitud 1) si los síntomas son un problema de ansiedad o si representan un problema médico subyacente y 2) si no hay medicamentos o drogas que pueden estar causando o empeorando los síntomas ansiosos.

Aparte del interrogatorio médico, es necesario un examen físico (incluyendo el examen neurológico) y, según lo indique el criterio médico, exámenes de laboratorio de rutina o hasta estudios complementarios neurológicos, como el electroencefalograma o un estudio de imagen cerebral (generalmente, resonancia magnética). Si bien la mayoría no revisten dificultades diagnósticas, todas estas patologías deben ser cuidadosamente descartadas porque el tratamiento es muy distinto en esos casos.

¿Cómo se combaten los trastornos de ansiedad?. Como en otras áreas de la medicina, cada paciente requiere un tratamiento personalizado de acuerdo con el problema de ansiedad, sus creencias y preferencias.

Muchos pacientes responden a ciertos tipos de psicoterapia. Otros, requieren, además, de medicamentos. En general, los trastornos de ansiedad responden bien al tratamiento y es posible ser muy optimista frente al resultado de los mismos.

María Copani
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